Bernardino vio como los hombres armados sacaban del bus al niño que estaba a su lado, le daban patadas, puños, le amarraron las manos a la espalda, lo arrastraron por el suelo hasta volverlo un amasijo de carne, sangre, lágrimas y dolor. Ninguno de los hombres armados le hizo el favor de pegarle un tiro. Lo dejaron tirado en la carretera destapada para que los gallinazos se lo comieran antes de que se muriera. Los paramilitares habían entrado a La Gabarra.
Antes de ese día de la madre de 1999, Bernardino, como casi todos los 40.000 gabarrenses que vivían de la coca y habían sido azotados desde finales de la década del ochenta por las Farc y el ELN, no conocía el horror. Y eso que su niñez al lado del poderoso río Catatumbo no había sido fácil. Creció entre los combates del ejército y las guerrillas disputándose la peña que vigila las siete manzanas que componen el corregimiento y viendo como los helicópteros dejaban en la cancha de fútbol a guerrilleros y soldados muertos. Se había asustado, claro, sobre todo la mañana de 1996 en la que se dio cuenta que los policías habían dejado la estación y el ejército el batallón que resguardaba una de las orillas del río. Dejaron las puertas abiertas, los cajones vacíos, todo a merced de las Farc.
Era molesto pero no sintieron el terror hasta ese 24 de mayo cuando vieron a los hombres armados arrastrar el cuerpo de un niño entre las piedras y el polvo.
*Este artículo/video hacen parte de Sanar Narrando, un proyecto de Las2orillas
