Aunque la historia narrada por Eduardo Caballero Calderón en su novela Siervo sin tierra se origina en 1946, época de violencia partidista, parece escrita para los tiempos actuales, solo se ha cambiado el nombre de quienes por siempre han usurpado y robado la tierra de nuestros campesinos.
Ya no son los conservadores ni los liberales de entonces, hoy casi en ocaso, sino los terratenientes banqueros y políticos enfermos de avaricia y de poder. También, los gobiernos complacientes, vendidos a las maquinarias que los eligieron, los paramilitares organizados y defendidos por políticos sin conciencia , sin asomo de honor, de dignidad y de patria. Igualmente, no podemos olvidar a los guerrilleros, quienes en aras de una justicia social para el pueblo, lo sacrificaron día a día, noche a noche, instantes en que la vida del país se volvió sangre y terror en las múltiples masacres sin misericordia contra el pueblo campesino y humilde; hoy estos guerrilleros amnistiados impunemente y protegidos están acantonados al lado de un gobierno complaciente, mudo, que no tiene cómo reversar su decisión de entregar la patria y lo que somos.
Cuando hablo de gobierno habló de todos: de quienes nos han gobernado desde entonces, de quienes los han acompañado, de quienes fuimos y son hoy parte de los empleados de este país y no hicimos ni hacen nada por mejorar, de los ciudadanos, de todos, porque el país somos todos.
Todos somos culpables de este calvario interminable de la vida de la patria desde el instante en que inició la violencia en los campos de Colombia.
Somos culpables: los unos por el abuso de su poder, por corruptos, y los otros por nuestro silencio cómplice, por seguir orondos y tranquilos sin reclamar, sin denunciar y frenar así tanta indolencia, tanto vejamen.
La obra de Caballero Calderón Siervo sin tierra, novela que leí y analicé innumerables veces con mis estudiantes, hoy toca las fibras de mi alma al escuchar la noticia del proyecto de ley que cursa en el Senado para aprobar la entrega de tierras a las Farc. No alcanzo a procesar tanta vergüenza: que un país y sus órganos legislativos se empeñen en entregar la tierra herencia de nuestros ancestros a quienes sembraron muerte y dolor en los campos de nuestra patria, y en aprobar leyes que les permitan recibir legalmente las tierras que desolaron, que sembraron de muertos, de orfandad, de miseria.
Millones de campesinos desplazados, hoy olvidados, sin reparación ni justicia hacinados en inquilinatos en los cinturones de miseria de las grandes ciudades, sin trabajo, sin educación, sin salud, viendo con horror el holocausto de sus tierras en manos de sus victimarios, de quienes acabaron con sus hogares, con sus familias, con su historia.
¡Que injusticia! Tierras entregadas a terratenientes y poderosos, como es el caso de miles de hectáreas de baldíos en manos de políticos y banqueros de este país, y de predios rurales, declarados después de su venta como urbanos y crecidos en su valor en favor de hijos de quienes forman parte de los dirigentes de este país.
Se entrega a los verdugos la soberanía las riquezas del país que es nuestro y que hemos construido con esfuerzos durante toda nuestra existencia y se les niega a sus verdaderos dueños: los campesinos honorables y buenos de toda Colombia.
Campesino no es el terrateniente así viva por siempre en sus grandes haciendas, campesino es el que ara, el que siembra, el que cuida, limpia, abona y cosecha con sus manos.
Es el hombre y la mujer, los niños y adolescentes curtidos por el sol con huellas de labranza en sus manos, con pedazos de historia en sus pies hundidos en la tierra. Ese es campesino el ser más grande en esta estirpe de labriegos de nuestra patria.
No es el latifundista enseñoreado en su poder.
Campesino es aquel ser inolvidable —como mi padre, peón y labriego— que transforma semillas en alimento y vida, el que recibe el salario más humilde pero tiene el dominio de su tierra —así no le pertenezca—, cuando en cada amanecer mira su horizonte con esperanza y amor, y por eso sigue sembrando a pesar de las tormentas
Por ese campesino, por una justicia que le devuelva sus tierras arrebatadas por la violencia, la impunidad y la corrupción debemos elevar nuestros gritos al cielo.
En aras de la paz nos están quitando el país, lo están subastando en una mesa de juego donde hay tahúres curtidos en el crimen, la corrupción y el soborno y con los dados cargados, así no podemos seguir jugando.
No puede estar la grandeza de Colombia en manos de los expertos de la muerte y la miseria, no puede ser que algo tan majestuoso y digno como la soberanía de la patria se subaste campeando los espacios de la impunidad y de la negación de los derechos de tantas víctimas; a ellos les quitaron sus tierras, los desplazaron, les asesinaron sus hijos, sus padres. A todo el país nos están asesinando la historia, la vida de esta tierra tan amada.
¿A dónde vamos a llegar?, ¿cuál es el destino de nuestra patria?, ¿qué es lo que estamos admitiendo y callando? Un pueblo que no reclama, que no exige sus derechos va al olvido. Y ya estamos llegando.