No provoca mirar o escuchar las noticias, esas que desde el mismo lugar de los hechos informan sobre las expresiones de crueldad, barbarie y el salvajismo de los seres humanos que se dejan llevar de la nariz, hacia el abismo.
El mundo está en guerra y es una guerra mundial que se hace por pedazos..., en todas partes. Estamos en guerra, porque se está perdido la paz; no es una guerra entre religiones, porque todas quieren la paz. Así lo ha definido el papa Francisco, luego del asesinato del sacerdote Jacques Hamel, a manos de terroristas del autodenominado Estado Islámico.
Después del reguero de dolor que ha dejado la brutalidad de Isis en varios países del mundo, la última víctima ha sido un sacerdote de 84 años degollado junto al altar de su parroquia de Saint-Etienne-du-Rouvray.
El yihadismo, conocido por la frecuente y brutal utilización del terrorismo, ha venido reclutando con éxito seguidores por internet en todos los países del mundo, invitándolos a defender su llamada «guerra santa» en el nombre de Alá. Su llamado ha sido escuchado por algunos jóvenes europeos que ahora enrolados en sus filas, esperan órdenes para el próximo ataque.
Casos como el piloto que estrelló su avión en los Alpes, o el del hombre que en Japón apuñaló a 19 inválidos, bajo la primera mirada no tienen relación con Isis, pero si tienen concordancia por el comportamiento de las mentes de los perpetradores de tales barbaries: los autores de estos crímenes abrigan sentimientos perversos que los impulsan a matar como lo hacen los integrantes del yihadismo; seguramente quien comete ese tipo de acciones violentas tiene serios trastornos en su cabeza; proviene del parto de una sociedad enferma, que todos los días va perdiendo sus valores, su facultad de vivir en paz y su condición natural de felicidad.
Es evidente que en Colombia como sociedad no aliviada de los efectos de la violencia y de los conflictos, estamos en condiciones de engendrar jóvenes con deseos de armarse para salir a matar a quien se encuentren por delante. Basta con revisar la noticia sobre la celebración de los hinchas del fútbol la noche del miércoles pasado, cuando los “verdolagas” de Medellín consiguieron en franca lid un nuevo título continental; algunos fanáticos en Bogotá golpearon a un conductor de bus con un revólver, otros murieron en riñas callejeras; se comportaron como salvajes; sus ojos enceguecidos por la droga y el licor, revelaban que matarían a quien no estuviera de acuerdo con su delirio.
El fanatismo abre el sendero por donde germina el fundamentalismo,
la polarización nos enreda en cadenas de rivalidades,
y ese cascarón de sentimientos enconados revienta en desorden y sevicia
Los pasos del fanatismo abren el sendero por donde germina el fundamentalismo, la polarización nos enreda en cadenas de rivalidades, y ese cascarón de sentimientos enconados revienta por el lado del desorden y la sevicia. Destilar odio es el primer paso para incubar el delito; despreciar a una persona, es el primer paso para aborrecer su derecho a la vida.
El papa Francisco tiene razón cuando afirma que nos estamos acabando a pedazos en todos los rincones de la Tierra. Estamos perdiendo la paz, porque todos los días muere un ser humano fruto de la perversidad, que promueve el fracaso de la humanidad como especie.
Una comunidad sin educación y excluida de la felicidad, comienza a construir lenguajes de resentimiento; es por eso que busca sus soluciones sobre el camino del delito.
Los niños, se tapan los ojos con sus manos cuando observan algo malo; su natural comportamiento es señal inequívoca de que todos los seres humanos estamos hechos para hacer el bien y que de plano rechazamos lo que hace daño a la vida.
En la medida que se destruye la facultad de hacer el bien, la dignidad de la persona, el respeto al pensamiento diferente, la integridad, la honestidad, la lealtad, el respeto por la vida, nos vamos condenando a perder la paz y se diluyen los principios, los valores, las virtudes que deben caracterizar a una nación en construcción.
Los feligreses del sacerdote asesinado la semana pasada en Normandía, lo recordarán como un “cura valiente; siempre dispuesto a ayudar a su gente”; puso su grano de arena para construir una comunidad más humana y fraterna.
La ignominia obliga a replantear el carácter de la educación de los hijos de este país, que se abre paso en medio de múltiples riesgos, rivalidades y locuras.
Tenemos un reto por delante, además de la reflexión sobre lo que somos capaces de incubar. Las políticas deben orientar al bien, a los valores supremos de la sociedad, la familia y al amor por Colombia. Los buenos ejemplos se imitan y los malos también.