Cumplí años. Con diez días de anticipación había abierto la invitación a mi fiesta usando un evento en Facebook, pero al final nadie confirmó.
Me costó mucho entender por qué, pero inspirado por un batido de pepino y espirulina, identifiqué el corto circuito: mis amigos del Club Campestre odian a los amigos de Matilda; últimamente no hacen sino lanzarse madrazos en redes sociales, cada vez que alguno publica algo sobre su candidato para las elecciones. Noviazgos se han terminado, puestos de trabajo se han perdido, paseos al Mundial se han dañado. Todo por la avalancha de fotomontajes, suposiciones, odio y calumnias que inundan Twitter y Whatsapp.
Había preparado un hermoso festín posmoderno alrededor de una ceremonia pacífica: pelea de gallos. Yo mismo ponía ocho especímenes de mi colección, todos igualmente letales. El torneo estaba dispuesto para ser eliminación sencilla, comenzando desde la ronda de cuartos de final y sin segunda vuelta (esas segundas vueltas me parecen inhumanas). Ya me había tomado la libertad de establecer cuatro siembras: Juanchito, Alvarito, Alejito, y Oscarín. Me gusta ponerles nombres de personajes que admiro a mis gallos, buscando que el espectáculo mortal no sea tan inhumano.
Por la falta de quórum tocó cancelar los gallos y la pólvora, pero acepté una invitación a cenar de un amigo que no veía hace cuatro años. No me deja de parecer curioso que haya aparecido justo esta semana, pero no importa, porque muy desinteresadamente me invitó a comer cuando vio el fracaso de mi convocatoria en Facebook. Así que solo tuve dos acompañantes para mi cumpleaños: Matilda; pelirroja vegetariana, ciclista urbana de tacón y falda, estudiante doctoral en ciencias sociales, y Mendoza; compinche de mis tiempos de promotor de justicia en Granada. Admirable emprendedor en iniciativas varias y terrateniente con alto sentido “de lo social”.
Infortunadamente, y contra todos los pronósticos, pronto me di cuenta que Mendoza y Matilda ya se conocían. Parece que tuvieron un par de malentendidos cuando navegaron en costados opuestos de la Ola Verde. Iba empezando yo a comentar sobre las dos posibilidades de país que hay sobre la mesa, cuando de repente llegó con escándalo la pregunta del desamor:
—Pero Cadena, ¿obviamente no vas a votar por el comunismo-ateo, o sí?
No tuve tiempo ni tiempo de responder, y Matilda se había dejado venir con toda su irreverente pasión juvenil:
—¿Cómo así Mendoza? ¿Hace cuatro años me pedías votar por Santos en agradecimiento a Uribe, y ahora pides lo contrario? ¡Descarado!
—No, esto es totalmente diferente. El futuro del país depende de esta elección; el cambio real llegará ahora. No podemos dejar todo en manos de los delincuentes —respondió Mendoza con dicción de quien recita un texto memorizado a la perfección.
—No, yo no quiero escuchar nada de delincuentes, prefiero hablar de logros reales de nuestros ciudadanos aportándole a su sociedad, de estrategias para asegurar la sostenibilidad de nuestro territorio, de proyectos para lograr paz y reconciliación entre nuestra gente.
—¡Ay, Matilda! Estás muy joven para entender. Colombia no es Suiza; aquí primero necesitamos acabar con todos esos arrastrados, para después darnos el lujo de pensar en paz, sostenibilidad, y esas cosas utópicas. Además, ahora sí estamos cerca del fin del fin.
Visiblemente afectada, cogió su mochila y se paró. Cuando puso ambas manos sobre la mesa, me detuve a mirar sus uñas; siempre corticas y —hoy— perfectamente pintadas del mismo rojo-rosado que en ese momento coloreaba sus mejillas:
—¿Y cuántos siglos llevan aquí confiando en que la solución a nuestros problemas pasa por la guerra? ¡No me hables de política!
Ni siquiera traté de alcanzarla; conozco muy bien su carácter explosivo. Mendoza le dio una lenta vuelta a su whisky. El silencio era tan real que alcancé a escuchar los hielos chocar.
—¿Y vos qué pensás?, —me preguntó.
—¿Yo? Yo solo creo que los desilusionados son nuestra última ilusión, hermano.
Extracto: “Que el gobierno conservador, decía, con el apoyo de los liberales, estaba reformando el calendario para que cada presidente estuviera cien años en el poder […] ‘No me hables de política’, le decía el coronel. ‘Nuestro asunto es vender pescaditos’".