Colombia debe superar las diferencias y la polarización actuales, la oportunidad del posconflicto debe ser aprovechada. El país no termina donde comienzan sus gobernantes. Y aunque inestable, continuamente emergen alternativas que afirman la posibilidad de salir de los años de violencia y dolor que han acosado al pueblo colombiano. El desarrollo de nuevos escenarios colectivos, grupales, y comunitarios es necesario, la participación de todos y todas, como actores populares colectivos que proyecten sus expectativas sociales, económicas y culturales; su autonomía de pensamiento en acciones encaminadas a formar un país su libre y renaciente. Un cambio del modelo verticalista, autoritario, abusivo y alienante.
Pero para ello es vital un cambio de poder, el emerger de una nueva ética política, no un antipoder, sino una estructura incluyente que transite el camino de la paz, la igualdad, el afianzamiento de nuevos valores y formas de relacionarse; un proceso integral que supere le alienación del ridículo discurso “chavista, prechavista, neochavista” y su consumo.
En su momento si se quiere reconocer se estableció una política necesaria para el país, pero el afán de la clase dirigente por permanecer como eje central y permanente de la política colombiana, su discurso hegemónico cargado de autoritarismo, ultraconservador y desactualizado constituye un obstáculo para las reformas que el país requiere.
La sociedad es un proceso dinámico, en continua renovación. La supremacía de una tendencia política no favorece a ninguna democracia, porque convierte al ciudadano en subordinado, o en rebelde, polarizando y generando bastiones sociales, políticos y culturales opuestos, dividiendo a la sociedad.
Una estrategia popular no debe sustentarse en el discurso del miedo, en el enemigo común, en el ataque a las políticas de paz; en la estrategia de la fuerza por encima de la educación, en invisibilizar a las víctimas. Por el contrario, debe potencializar el desarrollo de la comunidad y fomentar la sinergia, articular a los ciudadanos en la búsqueda de objetivos comunes.
El discurso no debe convertirse en el campo de batalla de intereses particulares, la perpetuación del poder y la hegemonía, lo cual resulta contraproducente para las libertades individuales. La élite política actual debe entender que ni es imprescindible ni son privilegiados ideológicos, que su aporte si se quiere entender así fue valioso para un momento histórico que vivió la nación.
El país no debe seguir dando tumbos entre lo irracional del discurso y su sentido utilitario, en el consumo de la polarización como forma de gobierno, en la reinstalación de políticas obsoletas e ineficaces. La sociedad necesita hoy una discusión integral, social, económica, ambiental y educativa, manifiesta en las necesidades extremas de la población. Una política que supere el discurso de la militarización y sus efectos, dando lugar a una nueva receta que privilegia aspectos fundamentales para el avance de todos y la disminución de las desigualdades sociales.
Se trata, en síntesis, de salir de la espiral de muerte que ha agobiado al país por décadas, gracias a la hegemonía de una clase política, para dar paso al poder popular. A la constitución de una sociedad que crece y se reafirma en la paz y el progreso. Pero este cambio de ruta requiere la ampliación del escenario político, el empoderamiento de los sectores populares, la capacidad del ciudadano común para refundarse a sí mismo desde la interacción dinámica y organizada de todos; superar el discurso rancio y cargado de emocionalidad y dar cabida a uno nuevo instituido desde las realidades cotidianas de la comunidad.
Que el discurso jerárquico, verticalista, excluyente y represivo sea superado es uno de los grandes desafíos para la transición hacia un nuevo modelo sustentado en la educación el medio ambiente, la cultura, el emprendimiento y la paz.
Gracias por su aporte a quienes gobernaron los últimos años, pero no más polarización poder avanzar.