Nada le ha hecho más daño a Colombia que la polarización política. Ella ha causado más estragos que la guerrilla y los paramilitares juntos. Es un mal que se extiende a todos los escenarios de la vida cotidiana. Se siente en la empresa, en la cafetería, en el transporte masivo, en las discotecas y el estadio, en la iglesia y en las calles, en la universidad, en el parque del pueblo, en los despachos oficiales, en la radio, en los periódicos, en los noticieros, en las redes sociales, al despertar, en la vigilia y en el sueño, en la tarde o en la noche, en la palabra y el silencio; es una enfermedad que por su precariedad moral destruye familias, deslegitima procesos, debilita partidos e instituciones, pudre lentamente el tejido social hasta hacerlo frágil e incapaz de tramitar soluciones de fondo, afecta el alma y el cerebro de los ciudadanos hasta convertirlos en personas intolerantes y agresivas dispuestas a matar al otro por pensar diferente, e inclusive hasta por una camiseta de Millonarios o de Santa Fe.
Más allá del dolor y las vidas truncadas de las víctimas, y del fanatismo esquizofrénico de victimarios y combatientes, la polarización es simplemente la peor consecuencia de una guerra prolongada que como la nuestra parece haber enfermado a sus líderes hasta el delirio de utilizar el sofisma para disfrazar la arrogancia que exhiben al momento de eludir responsabilidades históricas.
En su momento los paramilitares tuvieron la osadía de ir al Congreso, y sus víctimas en lugar de escuchar una petición de perdón, tuvieron que presenciar como con la complicidad del 35 % de los padres de la patria, le dijeron al país que ellos prácticamente eran unos héroes que se habían organizado para proteger a los ciudadanos de los abusos de la guerrilla en aquellos lugares donde no había presencia del Estado, que no eran causa sino consecuencia del conflicto y que sus crímenes eran actos de justicia para defender a la sociedad de la agresión de los violentos. Se comprometieron a decir la verdad y a reparar a sus víctimas, y hoy, siete años después, a las puertas de recobrar su libertad muy poco de ello han cumplido, y la sociedad observa con preocupación como las víctimas han sido burladas en su dignidad y sus derechos fundamentales ante la indiferencia del gobierno y del aparato judicial colombiano.
Pero lo peor es que ahora la historia parece repetirse, resulta que para las Farc todo el mundo es culpable de la guerra en Colombia. Generalizan la responsabilidad para eludirla. Echan la culpa al gobierno, a los paramilitares, a los empresarios, a los políticos, a los jueces, (faltaron los extraterrestres), y a toda la institucionalidad, en lugar de asumir la parte de responsabilidad que les corresponde, en una expresión de arrogancia absoluta e injustificable, en momentos en que todo un país espera arrepentimiento y verdad sobre sus crímenes.
La polarización del país se ha evidenciado también en foros donde algunas víctimas del Estado han llegado al absurdo de revictimizar a otras víctimas (de las Farc) señalándolas como paramilitares. Dividir a las víctimas para eludir reclamos de justicia, utilizar sofismas para diluir responsabilidades. Imponer el miedo y recuperar territorios mientras avanzan políticamente. Nadie observa en las Farc el más mínimo asomo de arrepentimiento. La ONU y la Universidad Nacional, ingenua o deliberadamente, continúan pidiéndole propuestas a las víctimas soslayando que las víctimas están esperando respuestas de sus victimarios, que anhelan conocer qué pasó con sus seres queridos. Dónde están los cadáveres de sus esposos e hijos. Y escuchar compromisos públicos y actuaciones que constituyan verdaderas medidas de satisfacción y garantías de no repetición.
Si todo lo anterior obedece a una estrategia, me parece completamente equivocada porque pone en altísimo riesgo la refrendación de los acuerdos para terminar el conflicto, dado que sin entereza moral ni responsabilidad histórica resulta muy difícil construir una ética del perdón y un ambiente propicio para la reconciliación que tanto necesita nuestra sociedad enferma de violencia y tantas veces revictimizada con el flagelo de la polarización.