"¡No joda! Será a don Horacio al único que se le ocurre matar mosquitos con plomo"

"¡No joda! Será a don Horacio al único que se le ocurre matar mosquitos con plomo"

Crónicas de nuestro pueblo. Relatos del caribe colombiano y su gente

Por: RICARDO MEZAMELL
noviembre 23, 2020
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Foto: PxHere

Después de la velada de coronación de la reina de las fiestas de noviembre, la representante del barrio Pueblo Nuevo se trastornó de la cabeza; y tanto su medio hermano Rafael, al que le decían El Profeta, como el hermano de padre y madre, también de nombre Rafael, apodado Mosquito —por su contextura bajita y flaquita—, le atribuían la causa de su locura a un trago compuesto que le dio un primo de don Horacio, para que perdiera el conocimiento y así aprovecharse de ella.

El seudónimo de El Profeta se lo había ganado aquel, porque cuando estuvo preso en el calabozo del Comando de la Policía por una escandalosa riña que protagonizó en el bar Los Manguitos, le dijo al capitán que si no lo soltaba temblaría la tierra, y por una inexplicable coincidencia eso sucedió a las dos horas de haberlo sentenciado, dando lugar a que de inmediato lo dejaran en libertad.

Mosquito se ganaba la vida como chofer de carros ajenos que prestaban servicio público; era el mismo que se daba manotazos en la cabeza mientras se decía “bruto”, “bruto”, “rebruto”, cuando después de entregar el producido del día se daba cuenta de que se había equivocado de bolsillo y entregado al dueño del vehículo la plata que se había reservado para él. Razón tenía don Joaquín Romero cuando decía que tener un vehículo de servicio público era tan buen negocio que daba hasta para el dueño.

Ese domingo, desde el mediodía, Mosquito estuvo tomando con su cuñado Julito, celebrando el cumpleaños de su hermana Teresa. Como a las siete de la noche, ya de regreso para su casa, cuando pasaba por el frente de la casa de don Horacio, quien departía alrededor de una botella de whisky con el primo señalado de causar la locura de Ruby, escuchó proveniente de estos una estruendosa carcajada. Creyó, entonces, que se burlaban de él y festejaban la desgracia de su hermana. Quizá por estar ebrio no pudo contenerse y se despachó contra ellos con improperios de tan grueso calibre que se oyeron hasta una cuadra a la redonda.

Cuando don Horacio se levantó anunciando que iba a buscar el revólver para matarlo, huyó tan veloz que no pudo detenerse cuando entró a la casa de sus padres —el mono Pérez y la niña Candelaria—, quienes se encontraban viendo televisión en la sala. Pasó tan raudo delante de ellos que no lo vieron, siguió derecho por el comedor y la cocina, atravesó el patio, se voló la cerca colindante con la casa de don Raúl Niño, pasó por la cocina y sala de la misma, hasta salir a la calle y perderse en la oscuridad de la noche.

Atrás iba rezagado don Horacio echando tiros al aire por el centro de la calle, y detrás lo seguía un sinnúmero de curiosos. Entró a la casa de los padres de Mosquito, les preguntó por su hijo, le dijeron que no lo habían visto, lo cual era cierto porque cuando pasó delante de ellos no lo notaron. No les creyó, comenzó a llamarlo que saliera para matarlo, a la vez que registraba en el comedor, en las habitaciones, debajo de las camas, en la cocina y en el patio. Solo cuando se convenció de que en verdad no estaba en esa vivienda, salió de allí y se regresó para su residencia.

La calle se había llenado de fisgones expectantes del desenlace de la persecución de don Horacio a Mosquito. En esos momentos pasó, borracho como siempre, Martín Morón, el fontanero, el mismo que no pudo llegar seco ni una noche a su casa durante la creciente de 1970, porque cuando iba por el puente de palos que improvisaron los vecinos, nunca pudo pasar el tronco grueso, cilíndrico, de cuatro metros de largo, que estaba a la altura de la casa de Ubaldino. Siempre se resbalaba y al agua iba a dar. Tanto lo intentó sin poder lograrlo, que finalmente resolvió no montarse más en el puente y desde donde comenzaba, que era bajando la loma de la Clínica Magdalena, frente a la casa del señor Mejía, apodado El Pintao por las señas del carate en su cuerpo, se metía de una y con agua a la cintura recorría el trayecto hasta su casa.

Al escuchar el murmullo de la gente, quien sabe que entendió, cuando de pronto expresó: ¡No joda! Será don Horacio al único que se le ocurre matar mosquitos con plomo, ni Tirofijo que fuera.

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