Hay quienes defienden y con razón que la pandemia del coronavirus ha puesto en evidencia a los sistemas de salud privatizados, como es el nuestro a partir de la funesta ley 100 de Cesar Gaviria. Ante una catástrofe anunciada, porque de hecho lo fue, estos sistemas han actuado tarde y mal, obligando a los gobiernos a improvisar hospitales, realizar a última hora compras de material clínico indispensable y a decretar drásticas medidas de confinamiento que no han hecho sino precipitar y agravar la crisis económica internacional que estaba a punto de desencadenarse. Eso para no hablar de las miles de muertes que podrían haberse evitado si su hubiera actuado a tiempo de contar con sistemas de alarma temprana y un número de camas suficiente como para asumir con normalidad una súbita oleada de enfermos. Corea del Sur, con 13, 2 camas por mil habitantes, ha lidiado con la pandemia de manera ejemplar. Como lo ha hecho igualmente China, que corrigió tempranamente sus errores y actuó con firmeza y suficientes recursos para contenerla.
Creo, sin embargo, que no podemos quedarnos en este diagnóstico, pero no porque sea equivocado, que no lo es como ya dije, sino porque es insuficiente y no prevé medidas distintas a la de la nacionalización del sistema de salud y/ o la derogación de la ley 100. Y digo insuficiente porque no trae a la luz el problema de fondo que es la concepción de la salud pública actualmente dominante. Que tiene problemas muy graves. El primero: que está centrada en la cura antes que en la prevención o disocia fatalmente la cura de la prevención. El segundo: que reduce la cura e incluso la prevención a términos individuales. El paciente, potencial o efectivo, es siempre un individuo y nunca la sociedad. Por lo que cuando se desencadena una pandemia el sistema de salud basado en este enfoque colapsa, incapaz de asumir en términos normales algo que se rebela de bulto como una enfermedad social. A la que solo ha podido responderse con medidas de alcance social, como es evidentemente el confinamiento.
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Preguntarnos si la aceleración en la cadena de epidemias tiene que ver, como sostienen los ecologistas, con la llamada cuarta extinción de la vida sobre el planeta
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Si el enfoque fuera realmente de salud pública, tendríamos para empezar que considerar a la pandemia del coronavirus como el más reciente episodio de una cadena de epidemias a la que pertenecen el ébola, la chikungunya, el Sars y el dengue, para citar sólo los brotes más recientes. Y una vez asumido este hecho, preguntarnos no solo por qué se ha acelerado la frecuencia de su aparición sino también si esta aceleración tiene que ver, como sostienen los ecologistas, con la llamada cuarta extinción de la vida sobre el planeta. La desaparición del 60 % de las especies vivas en el último medio siglo y la devastación de los ecosistemas han multiplicado las posibilidades de que los virus salten del medio animal al medio humano y adquieran un carácter letal.
O sea que prevenir las enfermedades para garantizar la salud pública supone diagnosticar las causas de las enfermedades y actuar enérgicamente en contra de ellas. En suma: la deforestación brutal de la Amazonia, la desertificación de los páramos o la contaminación de los acuíferos por el fracking son problemas de salud pública por su capacidad de potenciar a los agentes patógenos. Por lo que hay que actuar sobre ellos, por nosotros y por la salud del planeta.