El jueves pasado se cumplió el primer aniversario del portentoso estallido social que sacudió al país durante más de dos meses, en medio de lo más duro de la pandemia, y develó la profundidad y magnitud de la crisis.
La movilización fue convocada por el comité de paro contra las medidas económicas de Duque, en especial la reforma tributaria. Pero la juventud urbana y rural y las comunidades más pobres y abandonadas desbordaron el llamado y las expectativas.
Un año después, la situación política sigue siendo muy tensa y contradictoria. Aunque la extrema derecha intenta perpetuarse en el poder en medio de un panorama electoral que le resulta cada vez más adverso, se vislumbran vientos de cambio.
Se percibe como nunca el desprestigio de quienes han gobernado durante tanto tiempo, en especial Uribe, y el ansia colectiva de un proceso de transformación social. A menos de un mes de las elecciones presidenciales, se incrementan los ataques y montajes contra el Pacto Histórico. Sus enemigos están dispuestos a todo, literalmente, para impedir su triunfo. Basta escuchar a Zapateiro, a Molano y al mismo presidente.
A estas alturas, el prontuario es grueso. Veamos algunas componentes.
Primero, se acentúa la ruptura del Estado de derecho. El saldo de personas muertas, heridas, torturadas, desaparecidas, descuartizadas, violadas, la mayoría jóvenes, no tiene precedentes en el marco de la movilización social en el país. El gobierno no ha respondido a los diversos llamados internacionales, en especial el informe de la CIDH. No ha habido investigación sobre la actuación del ESMAD y los paramilitares civiles que dispararon a su lado.
En cambio, Duque y sus socios, civiles y militares, no han cejado en su empeño de reprimir la protesta social y tomar represalias con quienes se movilizaron. Cientos de jóvenes, hombres y mujeres, han sido detenidos y procesados, acusados de terrorismo y vandalismo. La ley de Seguridad Ciudadana, suscrita en enero pasado, acentúa el carácter represivo y fascista de la policía.
En contraste, el deterioro del orden público y de las condiciones mínimas de seguridad en campos y ciudades es notorio.
Segundo, el gobierno avanzó en su proyecto de acabar con el Acuerdo de paz. Las masacres y asesinatos de líderes y lideresas sociales y excombatientes siguen sumándose a una larguísima lista. Tampoco hay respuestas, más allá de la estigmatización oficial. Los desplazamientos forzados en diversas regiones del país se han multiplicado, así como los confinamientos de poblaciones enteras como consecuencia del recrudecimiento del conflicto. Hay que escuchar las denuncias de la Iglesia.
La masacre de al menos once personas civiles en Puerto Leguízamo, Putumayo, hace un mes, y el intento de presentarla como un operativo militar exitoso contra las disidencias, es solo el episodio más reciente. Pero aquí la lista también es larga.
Tercero, en desarrollo de la primera audiencia de reconocimiento convocada por la JEP en Ocaña, Catatumbo, se conocieron las confesiones escalofriantes de 10 militares y un civil, sobre 120 casos de “falsos positivos”. Falta mucho todavía por develarse, en especial los nombres de los altos mandos militares y civiles que los ordenaron.
Contrario a lo que dijo Duque, la Jurisdicción de Paz estableció que no fueron hechos aislados o de repetición accidental. Se trató de un mismo patrón criminal.
Cuarto, durante este tiempo se han exacerbado la corrupción y el cinismo oficial. El escándalo del contrato para la conectividad de niños y niñas en zonas rurales quedó solo en eso. La ministra responsable siguió en otro cargo público y ahora aparece sonriente en fotografías con el candidato oficial.
A ello se le agrega la modificación de la ley de garantías. Según informa la misma Contraloría incondicional, desde su entrada en vigencia en noviembre 13 pasado, “se han suscrito 645.495 contratos por más de 52.3 billones de pesos en los 32 departamentos del país y Bogotá”. Así se surten las tulas llenas de billetes para comprar votos.
Quinto, Duque y sus funcionarios insisten en la gran recuperación de la economía, pero lo cierto es que solo se ha beneficiado a los mismos de siempre. No hay una reducción real del desempleo. Las mujeres se han visto particularmente afectadas por esta crisis.
La situación social sigue en franco deterioro: incremento del número de personas sin ingresos, detrimento notorio de la alimentación, aumento de muertes por hambre y desnutrición de niños y niñas en todo el país. Las propuestas del Comité de paro y la bancada alternativa encaminadas a superar la crisis sanitaria y económica no fueron siquiera escuchadas.
Pero en medio de este caos, el panorama es promisorio. El país urbano y rural despertó el año pasado y sigue alerta. La promesa de la paz está viva. El señor del Ubérrimo perdió su apoyo popular y, contra toda expectativa, una jueza valiente ordenó procesarlo.
La transformación profunda que empiece con las elecciones debe rescatar la dignidad y los derechos postergados de las mayorías excluidas por siglos. Será un proceso largo y difícil, pero hay que arrancar. La esencia del vivir sabroso. No habrá Zapateiro que valga.