“La ciencia es el gran antídoto contra el veneno del entusiasmo y la superstición”.
Adam Smith
Uno de los insultos argumentales de la progresía a aquellos que en esta “guerra cultural” estamos “combatiendo” desde las trincheras de la lógica, la ciencia y el sentido común es que usamos un lenguaje de odio o que estamos llenos de rencor contra unas minorías que, por supuesto, desean imponer deseos y caprichos como derechos. Basta decir que el lenguaje inclusivo raya en la estupidez o que no estamos de acuerdo con imponer una hipersexualidad absurda en la cabecita de los menores para que salgan, cual nuevos Torquemadas, a defender la pureza del dogma progresista.
La nueva inquisición ondea una bandera arcoíris y sus acólitos twittean con saña contra personas como Agustín Laje o Emmanuel Danann que son feroces críticos a esta epidemia de insensatez que rastreramente promueve la condena al ostracismo a aquellos que se atreven a expresar su opinión en contra del lobby LGTBIetc., o que, con nuestros pocos recursos o espacios en las redes sociales, afirmamos que muchos de estos grupúsculos (con poder económico y mediático) realmente necesitan un apoyo inmediato en lo emocional, lo psicológico o, en casos extremos, lo psiquiátrico. Pero más allá de la cancelación, que es su instrumento de destrucción favorito, viene la promoción cómplice de los gobiernos de mayoría progresista con agendas legislativas que buscan, qademás, condenas onerosas o de cárcel frente a una opinión o idea que acierte a destrozar la frágil vitrina de la generación de cristal.
Para los que desde esta muralla de defensa osamos escribir y publicar algo contrario a esta ola de locura (una clara epidemia de orates consuetudinarios nos azota) nos caen encima diciendo que “el odio nos domina”, que somos unos “intolerantes”, que somos “machistas, fascistas, feminicidas, homofóbicos, etc., en fin, que, en lugar de argumentar con pruebas científicas se decantan por el insulto fácil o la etiqueta destructiva.
Si uno llega a afirmar, como paso hace poco frente a las declaraciones de un “actor” que ahora es “actriz” respecto a su cambio de género, que, al final, cuando sufra de algún trastorno médico propio de los hombres no le quedará más camino que ir al urólogo para que le hagan su respectivo examen de próstata o que, en el caso de la, rayana en la memez, Ley Trans de España, se ha comprobado que muchos hombres en manada se han dirigido a las autoridades para cambiarse de género y, así, aprovechar las ventajas de ser mujer, de inmediato, saltan lanza en ristre los inquisidores progres de las redes sociales a despotricar con sus endebles argumentos.
Si usted le menciona la genética para establecer que hay dos géneros (masculino y femenino desde lo biológico) o les trata de explicar que un hombre que pide una ambulancia para que atiendan a una muñeca de trapo necesita con urgencia apoyo psiquiátrico, viene el llanto desgarrador de estos grupos minoritarios (con músculo político y financiero) y la exigencia de llevar a la “hoguera” al hereje que los enfrenta con la lógica y el sentido común.
Quieren destruir la literatura que no usa el bárbaro recurso del lenguaje inclusivo; cancelan obras maestras cinematográficas porque hieren sus quebradizas sensibilidades, atacan canciones que forman parte del patrimonio musical popular tildándolas de machistas u homofóbicas, odian con saña a las mujeres que desean seguir siendo femeninas o a los hombres que no renuncian a su masculinidad; censuran todo en nombre de la “libertad”, se vuelven dictadorzuelos desde sus podios donde unos medios de comunicación parcializados y pusilánimes escuchan sus argumentos sofistas y terminan imponiendo agendas que, al final, promueven cosas como llevar travestis a jardines de infantes o mutilar físicamente a menores porque, según sus padres o tutores, el niño que nació con genitales masculinos se siente niña.
Es una situación paradójica pues al defender, según ellos, las libertades se convierten en asesinos de la misma.
Al final no entienden que no odiamos a nadie, que a mí y a muchos nos importa poco su intimidad y como ejercen su derecho a la satisfacción sexual; que nos parece que un caso de un individuo que tiene un fetiche con muñecos es algo que no debe obligar a un servicio de atención médica a, posiblemente, dejar de atender una verdadera emergencia, para ir a tomarle la tensión a un fantoche de trapo; que nos parece que un hombre siempre tendrá una carga cromosómica XY y una mujer XX porque la ciencia lo ha establecido (sin injerencia ideológica o mala fe) y que si, ese hombre o esa mujer se desean vestir con un vestuario que lo satisface, pues que lo haga, pero que no imponga esa “moda” a los hijos e hijas de otros por ley.
Déjennos ver películas que nos muestren realidades pasadas para poder explicarles a los más jóvenes lo negativo de ciertas realidades históricas, como, por ejemplo “Lo que el viento se llevó” que ayuda a entender lo trágico de la guerra y lo absurdo del racismo. No arruinen obras hermosas como “El Principito” con su neo lengua que llaman “lenguaje inclusivo”. No destruyan la inocencia infantil con su hipersexualismo que hasta ha contaminado el cine con películas como “Un Mundo Extraño” o “Buzz Ligthyear” donde meten homosexualismo, lesbianismo o cualquier elemento de su agenda olvidando que a veces el grupo familiar solo desea ver una aventura que promueva la amistad, el trabajo en equipo y los valores universales.
Y, al final, por ahí llegaran los insultos, diciendo que somos intolerantes, machistas, violadores y, cualquier expresión de un odio velado que ellos, por supuesto, si sienten.