Es muy triste que para muchos el miedo por Petro sea mayor que la consciencia de los crímenes relacionados con el uribismo. Hicimos y nos acostumbramos a un país que confía más en el meme que en la noticia judicial. Aquí una gravísima imputación criminal no alcanza para sacar de carrera a los políticos de la extrema derecha y la apertura de una investigación disciplinaria de un alternativo conlleva el linchamiento mediático.
De una forma u otra, en estos parajes está garantizado el triunfo del ruido y de la mentira. La colombiana es una sociedad de las frases absolutistas que saltan de boca en boca. El "nos vamos a volver como Venezuela" va del capo al "de a pie" en un juego de veneración y de imitación que disimula el hecho de que somos peores que la Uganda de Idi Amin, que la Camboya de Pol Pot y que Vlad Tepes es un párvulo comparado con los hematófagos que nos están gobernando.
Pero aquí todo se tolera y se pasa, porque somos la republiqueta de las verdades de a puño y de los orgullos insustentables. Que hacen tolerable a una historia en la que todas las opciones las determinan los traquetos y no existen probabilidades para las emergencias científicas. Que no se fijan sobre un cuerpo purulento cuyas llagas se pretenden sanar con pólvora. Es por eso por lo que nuestro público electoral, adicto a las descargas de fusil, está afectado por los más diversos fenómenos: el culto supersticioso a la violencia, los complejos de inferioridad, los arribismos y el brutismo como forma de la consciencia.
De tal manera, este es el país que siguió de largo ante historias como la de la masacre del Salado, no recuerda con dolor e indignación a los más de 90 muertos del paro nacional, no relata a los caídos de las guerras entre los carteles, olvidó a las víctimas del Alacrán en Trujillo, no pide justicia por los muertos del genocidio de la UP, no busca las referencias de los desaparecidos del estatuto de seguridad, no significa a aquellos que perdieron el esfuerzo de toda una vida por culpa del Upac, no se levanta para exigir que se detenga la matanza de líderes sociales y de firmantes del acuerdo.
¿Colombia es tonta o es vil? ¿Está enferma o simplemente es una desgraciada? En ella ninguna tragedia se asume a punto de no retorno. Suárez justificó el proceder criminal sobre los hijos de su propia clase. Valencia entregó lo esencial del Estado a una iglesia carlista. Santos, el abuelo, traicionó las posibilidades de una modernidad en Colombia. Gómez protegió a los fascistas, a los nazis y a los franquistas, convenciendo a una población de alpargata de venerar a "aquellas élites pristina". Lleras se dedicó a plagar de licántropos a la institucionalidad colombiana. López metió bajo el sombrero todas la concesiones y sacó de la galera el plan de un país irreconciliable. Turbay cometió todas las acciones execrables habidas y por haber. Betancur le entregó el timón a unos militares de cuello rojo y solapa ensangrentada. Así pues, la nuestra es una particular historia de la infamia.
En la que seguimos gobernados por Gómez, Santos, Valencia, Turbay, López, Lleras, de los cuales no sabemos si son tontos de origen o se echaron a perder de tanto empacho -como en la obra de Rabelais-. Es así como entre el banquete y el estercolero, Pastrana habla, Gaviria patea el tablero de ajedrez, Uribe le da órdenes a los violentos y consejos a los estúpidos. Logrando que las mayorías no se indignen porque los determinadores o culpables de casos y de miserias nos siguen "dando cátedra", continuan decidiendo por nosotros y diciendo qué conviene y que no. Sin más les creen y los celebran, sin advertir que para ellos deberían ser el abucheo y el ostracismo, el reproche y la imprecación, las diatribas y las ironías.
Pero la impunidad y el cinismo son la regla en la historia que ignora o admira la proliferación de sujetos como alias El Zarco, Memo Fantasma, Carlos Mattos, Rito Alejo del Río, Mario Montoya, Popeye, la Quica, HH, Gordo Lindo, Don Berna, Gustavo Villegas, Pedro Juan Moreno, Rafael Noguera o Juancho Dique. Por eso, estamos sitiados en la comunidad que convierte en espectáculo el patetismo de los guardias carcelarios que les cargan la maleta a los "caramelos" que tienen permiso de "ir a arreglar asuntos a la oficina", de los abogados —como Iván Cancino, De la Espriella, Lombana, Granados y Cadena— cuyo éxito está asociado a la falta de escrúpulos y nos fiamos de los comentaristas radiales a los que sólo les importa un oyente: el patrón. Quien paga a los monos, pero no al organillero.
Porque se tiende a pensar que con la bulla y la ostentación basta. La Colombia ampulosa es un país de las leyendas de madres que lloran a sus hijos y son calladas por las diversas formas del ruido. En el que el alma llena de himnos militaristas y de escándalo en redes determina a las probabilidades de quienes insisten en la oración o en los cantos de alabanza. Una nación que no se conmueve ante la certeza de la existencia de casas de pique, que dice tener miedo de un político por su pasado guerrillero, pero no relata de forma densa a las bandas criminales en cuyos ritos de paso está el venadeo y el consumo de carne humana. En medio del ruido mediático, la histeria de las clases medias por "la expropiación".
Clases que ignoran la constante del desplazamiento forzoso y del desarraigo. Hoy los del target levantan la voz porque "se van a robar nuestras pensiones", pero ignoran la cada vez más densa población de adultos mayores por debajo de la línea de la miseria o condenados a la mendicidad. Y si se les mencionan van a decir que palabras como retribución, distribución y compensación son "peligrosísimas".
Porque el colombiano no tiene el "gen" de la fraternidad. Sólo somos capaces de la superioridad. Así es que este es el país de los migrantes ilegales que cada que pueden demuestran estar enfermos de xenofobia. De tal manera, no son capaces de asir lo ridículo que es vivir convencidos de que somos los mejores, los más trabajadores y los más creativos. Cuando hemos demostrado hasta la saciedad la incapacidad de ser más, de trabajar mutuamente y de crear condiciones más positivas de vida. Porque los imbuidos se sienten cómodos en la Nación del desprecio por las diferencias.
Gritando "el peligro" ahí donde la lucha por los derechos civiles es considerada como "comunismo" y "antidemocrática". Colombia es el país en el que se acaricia a la bestia que, delante de todos, come de los más débiles, pero se pide a gritos que le pongan el bozal al chihuahua. Qué incapaces somos de significar los verdaderos riesgos. Parece que aquí casi todos tienen colgado el traje de Cruzado en el armario. Parece que están prestos a usarlo para defender lo que les han negado.
Vivimos en el pais finca en el que un ambicioso define el perfil de los jurados electorales, basados en el relato de "las conversaciones que tuvieron que sufrir "los nuestros" al lado de la urnas". Colombia es ese ahí en el que las perspectivas de los que tuvieron el privilegio del acceso se diferencian poco de las de aquellos que fueron condenados a las diversas formas de la ignorancia. En el que aún no se asume el ridículo de que un sujeto se presente como: "El Candidato del Pueblo" —¿lo necesitan para interpretar las constantes y los vacíos en el diseño del Estado nación o para cantar rancheras?—.
Sin duda, somos un país para leer de forma piadosa, pero detallada, porque de mil amores los mismos de siempre nos llenan de luces un estado de cosas inmundas, horrendas, indignas e injustas.