Todos mis amigos saben que yo no soy futbolero, pero lo que solo algunos saben es que hubo un tiempo en el que también compartí las pasiones del fútbol. ¿Qué me alejó de esa emoción, qué la disipó? He intentado aprovechar estos días para hacerme esas preguntas y cuestionarme sobre esta —otra…— faceta de mi vida que, de algún modo, añade a mi sensación de soledad en épocas de efervescencia colectiva.
Confieso que por un momento pensé en evadirlo, pero el Mundial es un evento de ineludible y acaparadora presencia: la calle inundada de camisetas, la monocromática sinfonía de las vuvuzelas, la vibración de la gente con Mi Selección, y, por supuesto, su descomunal cubrimiento y su aprovechamiento comercial en los medios.
Lo primero que capturó mi atención fue el mordisco de Suárez; mejor dicho, no el mordisco, sino la historia del mordisco y las reacciones ante el mordisco. Me enteré de los antecedentes: un par de episodios anteriores en los cuales el jugador uruguayo también le había metido el diente a sus contrincantes, así como las narrativas que se tejían en torno a la explicación de su comportamiento apuntando a un tortuoso pasado.
Pero una cosa es explicar un comportamiento, y otra cosa es justificarlo. En ese sentido, me sorprendió cómo tantas personas no solo buscaron ver el episodio de alguna manera que permitiera justificar la falta de Suárez —el fútbol es un deporte de contacto; es un muchacho que no sabe controlarse, hay que entender de dónde viene; "no lo elegimos para filósofo, ni para mecánico, ni para que tenga buenos modales; es un excelente jugador"— sino que además se fueron lanza en ristre contra la Fifa por la severidad de las sanciones que le adjudicó.
¿Por qué no trascendió en Uruguay un mínimo clamor por la sanción moral de un jugador que, con su agresiva e intencionalmente soterrada táctica para desactivar un ataque contrario, puso en riesgo —y de hecho afectó negativamente— el desempeño de su equipo en los partidos que seguían? ¿Nos inclinamos a exculpar, o dejar de reconocer, flagrantes infracciones a las reglas de juego —y la violación de las normas básicas del trato digno y respetuoso entre seres humanos— cuando ello hace parte de una gesta que involucra nuestro sentido de identidad nacional? Y respecto a la Fifa, ¿estamos dispuestos a someternos a una autoridad que tantos consideran corrupta y arbitraria, para cuestionar sus decisiones, claramente politizadas y veleidosas, solo cuando ellas afectan negativamente nuestros intereses?
Luego vinieron los memes y las caricaturas que representaban a los jugadores colombianos como consumidores de cocaína, así como los comentarios de algunos periodistas que asociaban a Colombia con la droga y el narcotráfico. La ofensa nacional rápidamente transmutó en una agresión colectiva, apalancada por la Cancillería y salpicada con amenazas contra quienes, con un humor de mal gusto, solo estaban demostrando su ignorancia e insensibilidad respecto a un país que está intentando sobreponerse a sus tragedias. Desafortunadamente, quizás hayan trascendido más las amenazas que las ofensas.
Y no se puede negar que las tragedias del narcotráfico aún hacen parte de nuestra realidad y que son bastante más que tan solo un problema de imagen del país en el exterior. Mientras que toda Colombia celebraba la magnífica presentación deportiva de unos muchachos que encarnan la esperanza de un cambio generacional en nuestras actitudes y valores, también rememoraba el triste asesinato de Andrés Escobar a manos de un temible grupo de mafiosos íntimamente relacionado con el nefasto paramilitarismo y el abrazo de sus tentáculos con el poder político más penetrante e influyente en Colombia durante las últimas dos décadas.
Luego vinieron las celebraciones, las riñas, los muertos y la muy probablemente inconsecuente, pero políticamente visible, ley seca. Analistas como Jorge Orlando Melo y Jorge Restrepo, han señalado que es muy incierto que los homicidios ocurridos al mismo tiempo que Colombia celebraba sus triunfos fueran causados por la euforia colectiva y el trago. Por el contrario, hay indicios de que la adopción de medidas no basadas en la evidencia científica sino en el autoritarismo populista, como la ley seca, puede provocar aun más violencia. El punto es que la información disponible sobre seguridad y convivencia ciudadana en nuestras ciudades es tan precaria, que no podemos actuar racionalmente, mediante mejores políticas públicas, para enfrentar esta otra de nuestras tragedias, la violencia cotidiana.
Finalmente, Colombia salió del Mundial enfrentada a un fútbol muy distinto al que recuerdo de antaño; un fútbol tan sobrecargado hacia la táctica del juego sucio, que no da lugar para el juego bonito. Un fútbol tan sobrecargado política y comercialmente, que lleva a pensar que debería haber quién le pueda sacar la tarjeta roja a un árbitro que claramente entiende cuál es el equipo que debe ganar cuando prima una lógica que trasciende la deportiva.
Así, creo que otra vez me encontré con la fuente de mi desilusión: no es la fantasía del fútbol, sino la realidad de la naturaleza humana.