Los acontecimientos sucedidos en las últimas semanas obligan a muchos analistas a preguntarse qué es lo que se agita en América Latina y el Caribe. La opinión de un gran número de observadores, particularmente del lado oficial, devela una mala intención sorprendente. Achacan los hechos a la acción desestabilizadora de los gobiernos de Venezuela y Cuba, que patrocinan personas y grupos encargados de violentar y fracturar nuestras sociedades.
Es como si el discurso del castrochavismo difundido en Colombia por el uribismo, se hubiera transformado en la explicación más lógica para los estallidos sociales de todo el continente. Una elaboración que pese a no resistir el menor cotejo con la realidad, nos advierte que continúan vivas las trágicas concepciones de la guerra fría, que apuntaban a descubrir la paja en ojo ajeno, para ignorar así la viga en el propio.
El siglo XX despertó con la revolución bolchevique, un acontecimiento que desató las iras del mundo capitalista. Inexplicablemente los obreros, campesinos y soldados de aquel país envuelto en la Gran Guerra, se alzaron contra el régimen zarista y fundaron el primer estado socialista en la historia de la humanidad, logrando sostenerlo contra las agresiones de todo orden lanzadas por las más poderosas potencias de Occidente.
El comunismo se convirtió entonces en el demonio que se proponía dominar el mundo. La lucha contra él lo legitimó todo. Fascistas y nazis fueron vistos como buenos muchachos que se proponían la destrucción de la Unión Soviética, justa causa final que permitía hacer caso omiso a sus brutalidades. No hubo movimiento de reivindicación social, liberación nacional o reclamación de soberanía que no se imputara a la acción de agentes rojos.
Con eso bastaba para aplastar a sangre y fuego las luchas de los pueblos. Mussolini y Hitler intervinieron en España a favor de Franco y su falange, crimen en el que aún hoy se prohíbe escarbar, puesto que sirvió para aniquilar al diablo rojo que amenazaba tomarse la península. Solo se convirtieron en malos cuando aliados con Japón invadieron Europa y se metieron con Gran Bretaña y los Estados Unidos.
Si se hubieran limitado a atacar la Unión Soviética, muchas calles en Washington, Londres o París llevarían hoy sus nombres. Pero cometieron el pecado de ambicionarlo todo en lugar de conformarse con un trozo. Abrumados con el poderío de la Entente, el mundo capitalista no vio otra salida que aliarse con su gran enemigo, los odiados comunistas. El Ejército Rojo liberó a Europa y determinó la rendición de Japón al sumarse a la guerra contra él.
Todos los gobiernos y la prensa occidental elevaron a Stalin a héroe universal. Hasta que temerosos del poder soviético, decidieron unirse con el fin de destruirlo. No podían agredir directamente a la Unión Soviética, pero sí impedir que sus agentes dispersos por el mundo lograran expandirla aún más. Desde entonces la guerra fría, con su estandarte anticomunista, se ocupó de exterminar la menor manifestación de la inconformidad social o política.
La novena Conferencia Panamericana de 1948 aprobó en Bogotá, al calor del asesinato de Gaitán, la creación de la OEA, organismo multilateral dirigido por el gobierno de los Estados Unidos, con el exclusivo propósito de impedir el ingreso del comunismo a nuestro continente. Las sangrientas dictaduras militares, los grupos paramilitares, las torturas, las desapariciones, los crímenes de Estado se tornaron en pan de cada día en América Latina y el Caribe.
Nadie en la OEA propuso derrocar alguna de esas infames dictaduras, ni bloquearlas. Si algo probaron Fidel Castro y los suyos fue que la revolución cubana no era una obra soviética. De haberlo sido jamás hubiera triunfado, todo estaba armado para impedirlo. Haya pasado lo que haya pasado después, la Unión Soviética se hundió definitivamente con el conjunto del bloque comunista de Europa Oriental. La temida amenaza desapareció por completo.
¿Quién puede creer que Cuba, una nación sitiada económicamente,
puede estar desestabilizando naciones enteras con su dinero?
¿Acaso la condición de Venezuela no es parecida o peor?
¿Quién cree todavía que China es un peligro comunista? Ni siquiera Trump. Si le temen es por su capacidad empresarial y financiera de corte neoliberal. Ahora bien, ¿quién puede creer que Cuba, una nación sitiada económicamente, con problemas de todo orden, que semeja uno más de los países más pobres del continente, puede estar desestabilizando naciones enteras con su dinero? ¿Acaso la condición de Venezuela no es parecida o peor?
Lo que estremece al continente es la insoportable desigualdad económica, la cínica cifra del crecimiento del producto interno bruto per cápita, la desatención generalizada a los más necesitados. Es la falta de democracia, que salta a la vista con los ejércitos y policías moliendo a bala y garrote la inmensa masa que reclama justicia. Es esa derecha indolente que apuesta a profundizar más el modelo de economía que inauguró Pinochet.
Basta con examinar la reforma tributaria presentada por Duque. O el odio de su partido a los Acuerdos de La Habana. Quien siembra vientos termina por recoger tempestades.