Conflictos existen en todas las relaciones humanas y con mayor razón en todas las sociedades. A lo que aspira el desarrollo de la civilización no es a que éstos no existan sino a crear escenarios que permitan resolverlos pacíficamente.
Esa es la función de los órganos de Administración de Justicia. Pero ni existen para todos los casos instituciones que cobijen a las partes enfrentadas, ni siempre estas aceptan someterse a las que existen.
Pero los enfrentamientos que llevan a situaciones difíciles de manejar no son porque una de las partes es ‘mala’ y la otra ‘buena’; ni porque una tenga la razón y la otra no y no lo reconozca. Lo normal es que ambas tienen razones válidas —por lo menos desde su propia perspectiva— para la posición que asumen.
Infortunadamente cuando esos órganos no existen, esta clase de relaciones tiende a volverse antagónicas e inevitablemente a agravarse y no a diluirse; y más cuando se llega a situaciones propiamente bélicas.
Ejemplos estamos viviendo con los casos de Israel y Palestina en la Franja de Gaza.
La cadena termina —o infortunadamente solo va— en que Israel manifiesta que invade a ese territorio para defenderse porque desde él se han construido túneles que permiten a los miembros de Hamás atacar a sus ciudadanos y huir como guerrilla al otro lado, a su propio territorio. Dice además que el bombardeo es a los sitios desde donde salen los misiles que lanzan los palestinos (afirman que tienen la capacidad detectar esto, y que además por eso avisan telefónicamente a los habitantes dándoles un corto plazo para huir).
La posición de Hamás como autoridad en la Franja es que sigue la guerra santa —una versión de la yihad— para acabar con el Estado de Israel porque no tiene derecho a existir bajo la forma de despojarlos de lo que eran sus territorios. Por eso su decisión de guerra contra Israel y el envío de misiles, la construcción de túneles, y por ello los extremistas (fuera del control del gobierno) producen incidentes como el de los tres jóvenes judíos torturados y muertos, con el que se desencadenó la actual violencia.
Desde sus respectivas perspectivas no solo cada cual tiene la razón sino siente que lo que caracteriza la actuación de la contraparte —el enemigo— es la maldad y el no querer aceptar la razón que cada uno se autoatribuye.
La realidad es que la creación del Estado de Israel después de la Segunda Guerra, como decisión por parte de la ONU —consistente en dividir lo que después de la Primera Guerra se había proclamado como Mandato Británico de Palestina—, no fue más allá de asignar al nuevo Estado parte de lo que ocupaba el pueblo palestino, sin tocar ni menos resolver los problemas que de ello se derivaban.
Y estos han pasado por la formación de unión árabe de apoyo a Palestina, la guerra de los seis días, la del Yom Kipur, los asentamientos en zonas conquistadas, los armisticios con Egipto y con Jordania, las matanzas de Sabra y Chatila, las intervenciones de mediadores y acuerdos de paz con premios nobel incluidos, etc. Pero cada avance se acompaña de un nuevo resentimiento de una o de las dos partes. Hoy los ánimos han llevado a que esta dinámica del odio prevalecerá aún por encima de cualquier eventual solución política que se encuentre.
Esto lleva a una reflexión que propuso o que se deduce de la intervención de Roelf Meyer, exministro de Defensa del régimen de Apartheid de Sudáfrica en el Foro sobre Justicia Transicional. Por su condición de jefe de la represión oficial y después negociador también oficial de los acuerdos que resolvieron el conflicto en ese país, su voz es más autorizada que la de cualquiera de los ‘expertos’ que se presentan como autoridades para asesorar nuestro proceso.
Básicamente el punto central es que la meta en realidad debe ser la reconciliación, y si no existe esa como objetivo, y la voluntad de las partes como camino para lograrla, las condiciones que se exigen para la paz acabaran siendo fuente de nuevos y puede ser mayores odios, con alta probabilidad de repetir o mantener la confrontación bajo formas de violencia.
Si al buscar la verdad lo que se pretende no es claridad sobre los hechos sino demostrar la culpabilidad del otro; si la justicia se entiende como una vía de venganza legal o legítima y no como mecanismo para preservar el orden social; si la reparación va acompañada y condicionada a una descalificación a los perpetradores del daño; si las condiciones se orientan así, lo que se logrará no es la reconciliación sino aumentar y al mismo tiempo represar un resentimiento que con cualquier incidente puede repetir la situación anterior, incluso con mayor gravedad.
Aciertan quienes dicen que el perdón no es susceptible de negociaciones porque debe venir de cada una de las víctimas. Pero ese perdón no es suficiente si es motivado o visto como un sacrificio o un esfuerzo por la paz; solo si detrás existe un propósito real y concreto de reconciliación será no solo cierto sino eficiente ese perdón.
¿Dónde se ubican Uribe y el uribismo (tal vez no todo el Centro Democrático) ante esto?