Los acontecimientos que se sucedieron una vez consolidado el veredicto de las urnas, muestran al igual que las encuestas que las reacciones de los malos perdedores y de los buenos ganadores también son previsibles.
Por un lado, el candidato derrotado, ahora senador por obra de la largueza de nuestra democracia, actúa como todos esperábamos: como un enajenado, disociado de la realidad, pregonando su victoria imaginaria en lugares en los cuales fue ampliamente derrotado; aferrándose como puede a una dignidad que nunca tuvo. El nuevo senador Petro No ganó en Santander ni en Bucaramanga, menos en la totalidad de los otros países en los cuales los colombianos tuvieron la oportunidad de votar. Este proceder alucinado y paranoide no hace más que confirmar de lo que nos salvamos quienes no creímos en su discurso, pero especialmente quienes sí creyeron en él. Lo que menos necesita nuestro empobrecido país es a otro megalómano en el poder. Esperemos que cuando las agitadas aguas en las que navega se aquieten, alguien logre que el senador Petro pueda ver la realidad sin los filtros de su fantasía, y entienda que los ocho millones de votos que obtuvo no le confieren ninguna categoría especial, diferente de la de haber sido derrotado. Son sutilezas de la democracia que los aspirantes a imperialistas no alcanzan a comprender. La mayoría decide, así sea por un voto.
Por su parte, el presidente electo tiene un mandato de obligatorio cumplimiento. Su discurso fue la antítesis del amargo lamento musitado por el ahora senador Petro. Fue un discurso carente de amenazas, sin mentiras, sin interpretaciones amañadas de la realidad, pero sin la firmeza y la determinación que más de diez millones de votos le debieron haber imprimido.
Todos agradecemos el tono conciliador y propositivo del candidato, pero ahora necesitamos escuchar la voz de mando del Líder. Creemos que la contundencia del veredicto de las urnas debe ser suficiente argumento para que el presidente declare, sin ambages, que va a aplicar en su gobierno la plataforma que ofreció en campaña. Ceder en este momento a los caprichos del derrotado, cambiar el rumbo y el programa de gobierno que cautivó a los electores, sería una traición a quienes adhirieron a sus propuestas. En democracia, el candidato perdedor, es precisamente eso, alguien cuyas ideas no fueron acogidas mayoritariamente.
Si de verdad el presidente Iván Duque
desea generar el cambio que tantos seguidores le granjeó,
debería arriesgarse a entrar de lleno en el esquema Gobierno/Oposición
Ya va siendo hora que en nuestro país se consolide la fórmula que ha sido exitosa en otras democracias, la de ejercer verdadera oposición, en un escenario de confrontación de ideas y de concepciones del Estado verdaderamente opuestas, sin burocracia, sin mermelada, sin engaños. El nuevo presidente encarna una manera de ver el ejercicio de la administración pública que sedujo a la mayoría de los electores, por lo que no sería justo con esos millones de votantes que ahora se dejara intimidar por las bravuconadas y fantochadas del senador Petro. No, así no es como se fortalecen las instituciones. Si de verdad el presidente Iván Duque desea generar el cambio del que tanto habla y que tantos seguidores le granjeó, debería arriesgarse a entrar de lleno en el esquema Gobierno/Oposición, en el cual una bancada organizada alrededor de las ideas que el electorado derrotó se convierta en el veedor de la ejecución de las políticas públicas implementadas por el primer mandatario, mediante el ejercicio de una contraloría constructiva. Para que sea constructiva, esa oposición debe comenzar por ser verdaderamente autocrítica, dejando de lado el discurso perverso y ególatra de descalificar en los peores términos a quienes no votaron como ellos. Desarmado el ánimo, recuperada la cordura y animada por algo de humildad y verdadero interés en la suerte de nuestro país, la oposición, así sea en minoría en el Congreso, se puede convertir en la voz que denuncie con hechos y pruebas en la mano los desaciertos del Gobierno. Ni siquiera es necesario que se dedique a alabar sus logros. Basta con señalar las oportunidades de mejora en las ejecutorias de la administración, invirtiendo el tiempo que gasta en la crítica malintencionada y en la mentira mordaz en la búsqueda de nuevas maneras de mejorar la calidad de vida de los habitantes de nuestra Nación en todos sus frentes.
Esa es la tarea de un verdadero demócrata. Estamos seguros que la gran mayoría de las personas que votaron por la opción que resultó derrotada se identifican con la gran mayoría de las personas que votaron por la opción que resultó ganadora, especialmente en su desespero frente a una administración del Estado que hace rato perdió su verdadero propósito. Olvidemos el errado nombre de “funcionarios públicos” y presionemos por el nombramiento de Servidores, personas con el claro mandato de servir a los intereses de los ciudadanos. Pero para dar este primer paso, para generar esta enorme transformación, el presidente electo deberá darnos la seguridad de su voluntad de lucha implacable, vertical y sin excepciones contra los actos corruptos. Basta ya de hablar de La Corrupción como si fuera una experiencia extracorpórea. Comencemos por identificarla como una enfermedad que afecta a individuos y no a Sistemas. Así como las vacunas que se aplican una a una, el combate a esta mortal y contagiosa enfermedad debe ser atacando tanto a sus vectores como a los individuos infectados.
Una plataforma de gobierno consistente; una oposición organizada y bien intencionada, con expectativas de alternatividad de poder; y una decisión sincera de acabar de verdad con el cáncer de la corrupción, serían el mayor aporte al avance de nuestro país, por parte del presidente más joven que hemos elegido los colombianos.