Cuando más oscura es la noche, más cerca está el amanecer, reza la sabiduría popular.
Aprender a vivir en medio de los conflictos y a implementar para ellos soluciones no violentas ha sido uno de los cometidos más tardíos y menos consolidados de la historia humana.
En el caso colombiano, el propósito de aclimatar la paz como camino a la justicia social y al disfrute de los derechos, ha resultado ser una tarea tan tremenda como penosa. Nuestra historia ha sido demasiado violenta y a lo largo de su discurrir se desataron muchas guerras, desde el proceloso amanecer de la República, hasta nuestros días. Tanto los laureles de la convivencia pacífica, como las luces de la reconciliación, nos han sido demasiado esquivos.
Las causas principales de las violencias y las guerras que han azotado a nuestra nación provienen de la intolerancia frente a la diferencia; de la costumbre atávica —mucho más de usanza de los conquistadores y colonizadores peninsulares que de nuestros pueblos originarios— de “ganar la partida” eliminando al adversario; de la codicia insaciable de los saciados; del afán de hacerse —"por las buenas o por las malas"— a la propiedad territorial y al usufructo de sus rentas; y consecuencialmente, de un inadecuado y primitivo ordenamiento de los territorios, el cual nunca fue racional y siempre estuvo motivado por afanes tan mezquinos como premodernos. Luis Carlos Galán solía afirmar en sus conferencias y discursos que "somos más Territorio que Estado y más Estado que Nación".
Los más grandes sueños de Simón Bolívar fueron la libertad, la justicia, la unidad de nuestros pueblos, y el establecimiento de un gran poder moral que evitara el derrumbe de los buenos hábitos públicos y la consiguiente entronización de toda clase de corruptelas.
Desafortunadamente nuestro libertador ha sido "el eterno traicionado", como lo definió uno de sus biógrafos; y fue traicionado por incomprendido y por adelantado. Era un visionario, sus revelaciones no eran fácilmente asimilables para las gentes de su tiempo.
Jorge Eliécer Gaitán, el líder de mayor envergadura y trascendencia que tuvimos después de BOLIVAR, fue asesinado cuando clamaba por la paz. Poco antes del cataclismo que se desató con su sacrificio, había dicho: "La paz es un efecto; tiene sus causas: el respeto de todos frente a los derechos mutuos".
La proliferación de las confrontaciones hizo que disminuyeran de manera permanente el número de habitantes, la capacidad laboral de la sociedad, y por ende la productividad y el emprendimiento. En la llamada “guerra de los mil días”, acaso la más cruenta de toda nuestra historia, perecieron más de cien mil colombianos durante un lapso inferior a tres años, cuando la población total del país apenas excedía la cifra de cuatro millones de habitantes.
Casi siempre, los conflictos bélicos colombianos fueron iniciados por los gobernantes de turno de horas desafortunadas; gobernantes que organizaban expediciones punitivas y ordalías contra la población civil para “meterla en cintura” y asegurar la regulación, el control y la represión. Desde los tiempos de la Colonia, los moradores de nuestros territorios desarrollaron la costumbre de organizarse en grupos de guerrillas móviles para burlar los cercos militares y defender los territorios. Muchos de los grandes protagonistas de nuestra historia y algunos presidentes de la república, en algún momento de sus vidas fueron guerrilleros, conspiradores e insurgentes. Bástenos citar a los más sobresalientes: José Antonio Galán, Policarpa Salavarrieta, Antonio Nariño, Antonia Santos, Bolívar, Sucre, Santander, Córdoba, Girardot, Ricaurte, Anzoátegui, Mosquera, Obando, Melo, José Hilario López, Santos Gutiérrez, Gaitán Obeso, Rafael Uribe Uribe, Benjamín Herrera, Avelino Rosas, Tulio Varón, Guadalupe Salcedo, Eduardo Franco Isaza, Saúl Fajardo, Isauro Yosa, Manuel Marulanda, Jacobo Arenas, Federico Arango, Antonio Larrota, Camilo Torres Restrepo, Jaime Bateman Cayón, Carlos Pizarro Leongómez, Alfonso Cano, Óscar William Calvo… De todos ellos podría decirse que, como reza la letra de un reconocido himno, “en la guerra buscaron la paz”.
Los gobiernos represivos, los que pretendieron retrotraer la historia “a sangre y fuego”, fungieron como verdaderos azotes frente a una población inerme que siempre terminó armándose en su legítima defensa y practicando el derecho a la rebelión incluido en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que aprobara la Asamblea Francesa de 1789. La primera Constitución neo-granadina que consagró tal derecho fue la de Mariquita, redactada en su mayor parte por el patriota José León Armero y promulgada en 1815. Las innumerables persecuciones generaron desplazamientos poblacionales, pauperización de los perseguidos, masacres, genocidios y algunas veces verdaderos holocaustos. En el medio siglo XIX hubo el genocidio contra los Draconianos; y después el dirigido por Núñez contra los Radicales que no se plegaron a sus dictados. En el siglo XX hubo el genocidio del movimiento gaitanista y después el de la Unión Patriótica.
Gaitán, un personaje del “puro pueblo”, inteligencia superior, persona de acrisoladas virtudes en el ejercicio de la vida pública, fue un verdadero titán revolucionario y un hombre de paz. Cuando, a raíz del triunfo electoral de la derecha recalcitrante, se había iniciado un nuevo ciclo de violencias y nuestros campos habían vuelto a llenarse de cruces, él convocó una manifestación que se conoce en los anales históricos como la “marcha del silencio”.
Allí su voz demandó el respeto del gobierno por el derecho a la vida y la observancia del mismo: “Queremos la defensa de la vida humana que es lo menos que puede pedir un pueblo” (Oración por la Paz). Eso fue el 7 de Febrero de 1948. Dos meses después, el tribuno del pueblo colombiano cayó asesinado. Lo que siguió después es, más o menos, historia conocida.
En el lapso de diez años la sangre de nuestros compatriotas anegó los campos de la patria y los caudales de la vida se convirtieron en desaguaderos de la muerte. Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna afirmaron en su libro antológico que la cifra de compatriotas caídos durante el lapso comprendido entre 1948 y 1958 alcanzó a llegar a trescientos mil seres humanos.
Producto de la paz excluyente que se pactó en Sitges y Benidorm, cuando se dieron los pasos para la creación del Frente Nacional, vinieron siendo más de cincuenta movimientos guerrilleros los que brotaron como especies de reacciones telúricas contra la camisa de fuerza institucional que se impuso con el ánimo de sofrenar y congelar el afán de justicia social que subyacía debajo de la rebeldía.
Allí nacieron las Farc-Ep: La organización guerrillera de origen campesino que llegó a convertirse en una especie de poder paralelo al del Establecimiento, la fuerza guerrillera que llegó a tener más de cien frentes diseminados por todo el territorio nacional; la organización a la que muchos cronistas de guerra se referían como “la guerrilla más antigua del mundo”. Una organización que nació como expresión defensiva y de resistencia y terminó convertida en el ejército insurgente más numeroso y mejor apertrechado que registra la historia suramericana.
A esa organización perteneció quien esto escribe.
Luego de cincuenta años de existencia oficial, después de varios intentos fallidos de negociar la paz, sin haber sido derrotados militarmente en forma definitiva, inspirados en las enseñanzas y el ejemplo de Manuel Marulanda Vélez, Jacobo Arenas y Alfonso Cano, decidimos hacer la paz y encontramos eco a nuestra apelación en el gobierno de Juan Manuel Santos.
Lo hicimos con pleno conocimiento de la realidad, cuando tuvimos la certidumbre de que por esa vía ya no nos sería dado alcanzar el triunfo anhelado para la Clase Popular Colombiana.
Nuestro comandante Rodrigo Londoño (“Timochenko”) dijo en Mesetas el día que hicimos dejación de las armas: “Ni un muerto colombiano más provendrá de las acciones de las Farc-Ep; ni una bala más será disparada por nuestras armas; ni una gota de sangre volverá a caer por cuenta nuestra en este territorio para el cual queremos la paz, la reconciliación, la verdad y la justicia social”.
En medio de toda clase de incumplimientos, errores de las partes, atentados, tentativas siniestras de los enemigos de esa paz, perfidias, emboscadas jurídico-políticas, adversidades, afrentas e incomprensiones, hemos cumplido y estamos cumpliendo.
Conocemos los riesgos y hemos padecido las infamias, pero no estamos arrepentidos del paso que dimos.
Con tremenda pesadumbre y mucho dolor hemos venido registrando la muerte de muchos líderes sociales y ambientales, defensores de derechos, promotores de restitución de tierras, maestros y dirigentes comunales. Desde cuando se firmó el último Acuerdo hasta hoy han sido asesinados cerca de quinientos connacionales en cumplimiento de una agenda de exterminio sistemático y selectivo.
La frecuencia de los asesinatos ha aumentado con la llegada al poder del actual gobierno. El lenguaje de la muerte continúa imponiéndose en muchas latitudes. Cerca de 90 compañeros (excombatientes de nuestra organización guerrillera, hoy transformada en partido político) que se acogieron a los “Acuerdos de Paz” han caído asesinados “a mansalva y sobreseguro” a lo largo y ancho de esta tierra feraz y generosa.
El paramilitarismo estatal sigue blandiendo su lenguaje de plomo y exterminio; y la Fuerza Pública continúa siendo funcional a los intereses y desmanes del terratenientismo. El panorama no es alentador sino desolador.
A pesar de eso no somos pesimistas, el futuro que está por construir nos brinda la oportunidad de no solo actuar con el deseo, ahora es la oportunidad de hacer lo que no hemos hecho.
Nos queda por consolidar ese esfuerzo conjunto entre fuerzas políticas de izquierda, progresistas, demócratas y el robusto movimiento social, sobre todo en el escenario de la contienda electoral, regional y local.
Cuando el expresidente Darío Echandía asumió la gobernación del Tolima, en el primer gobierno del Frente Nacional, el de Alberto Lleras Camargo, dijo que su programa de gobierno podía resumirse en el empeño de que los campesinos pudiesen “volver a pescar de noche”. Ojalá así pensaran nuestros gobernantes.
Siempre estaremos en disposición de participar y contribuir —¡con todo lo que esté a nuestro alcance!— en la reconstitución de un país nuevo y sin violencias, en la “restauración moral y democrática de la república”, en la superación de los odios y la proscripción de los venenos, en la tarea de continuar desarmando la guerra y armando la paz de Colombia.
Porque conocemos, la guerra, porque vivimos la guerra en carne propia, siempre seremos militantes de la paz con justicia social y nuestro principal arsenal es la esperanza. Repetimos con humildad y alejados de todas las grandilocuencias, aquellas palabras certeras de Walter Benjamin: “Solo por amor a los desesperados, conservamos todavía la esperanza”.