Podría llegar a ser clave que los protagonistas, comenzando por el gobierno y los indígenas, acepten dos grandes presupuestos conceptuales como puntos de partida para la superación del conflicto que plantea la minga.
El primero, reconocer sin ambages que a Colombia han regresado, fatídica y dolorosamente, las masacres y los asesinatos de líderes sociales.
El segundo, también sin ambages, que ni las masacres ni los asesinatos de líderes sociales tienen su origen en alguna política del gobierno. Para ser más claros: que Duque no es el “determinador”.
En cuanto a las masacres y asesinatos, también es importante recabar en la claridad de que, si bien es cierto que ha habido múltiples masacres y asesinatos contra la humanidad indígena, así mismo los ha habido en otras regiones, por fuera de los resguardos, contra la humanidad de poblaciones no indígenas. Luego nos encontramos frente a un horror que trasciende al movimiento indígena.
Esto, para significar que es preciso ampliar la interlocución respecto de este drama convocando a la sociedad entera. Sin lugar a duda este es un problema que desborda los límites de una mesa eventual entre el gobierno nacional y los indígenas del Cauca. Los temas que son objeto de la preocupación de todos los colombianos no pueden quedar atrapados en un escenario de dos, que muy probablemente se asemejaría más a un duelo de esgrimistas que a la búsqueda de las soluciones reales que todos esperamos.
Respecto del reconocimiento expreso de que las masacres y los asesinatos de líderes no se cocinan en el Palacio de Nariño sino en las estructuras criminales de las economías ilegales, podría decirse que ya está dado el reconocimiento tácito, en la medida de que hasta los propios dirigentes indígenas, por más radicalizados que aparezcan, su insistencia consiste que querer reunirse directamente con el presidente Duque.
________________________________________________________________________________
Es de suponer que nadie llegaría a la irracionalidad de emprender una marcha de 500 kilómetros hasta Bogotá solo para reunirse con quien considera el asesino de su pueblo
________________________________________________________________________________
Es de suponer que nadie llegaría a la irracionalidad de emprender una marcha de 500 kilómetros hasta Bogotá, con cinco mil personas apretujadas en chivas, en medio de una peligrosa pandemia, con el sólo propósito de reunirse con quien considera el asesino de su pueblo.
Queda claro, entonces, que por más hostilidad y alergias que tengan contra el presidente Duque, los señalamientos de la minga pareciera que no apuntan a criminalizar al gobierno sino a denunciar su incapacidad para enfrentar a los asesinos.
Este aspecto guarda una particular importancia en el sentido de establecer que si bien las distancias políticas entre los interlocutores son muy grandes, aún no existen incompatibilidades de tipo moral como para que en algún momento puedan llegar al dialogo directo.
Hasta cierto punto es comprensible que los indígenas presionen para sentarse directamente con el presidente, de la misma manera que puede ser comprensible que el presidente no quiera sentarse bajo ningún esquema de presiones. Al fin y al cabo eso forma parte de los rituales de las confrontaciones entre los sectores sociales y los gobiernos en las democracias. Pero también es de advertir que llegará el momento en que no tenga sentido permitir que los tiempos se alarguen y se corra el riesgo que llegar a excesos indeseables.
Sin embargo, hay cosas que son difíciles de comprender.
¿Cuál es el tamaño de la vanidad de los dirigentes indígenas como para que hayan despreciado tan despectivamente y sin razón al grupo de ministros y viceministros que les enviaron a Cali?
¿Cuál es el tamaño de la impericia política del gobierno como para haberles enviado un grupo tan numeroso de ministros y viceministros sin las gestiones previas para saber si los recibirían o no, si conversarían o no?
La historia de Colombia nos enseña que siempre se llega al diálogo. Por las buenas o por las malas siempre se termina sentándose a dialogar.
De lo que se trata, entonces, es de determinar cuáles pueden ser las reglas del juego del diálogo, las que resulten más transparentes y apropiadas para resolver la situación.
Evidentemente, la propuesta de que el presidente se siente ante una especie de circo romano indígena a que lo irrespeten y lo lapiden, es inaceptable tanto para él como para la democracia.
Pero sí podría resultar muy interesante que se abriera un diálogo entre una delegación de los indígenas y una comisión del gobierno, encabezada por el presidente, de cara a la nación, transmitida en directo por la televisión nacional, sin la intermediación de la polarización política con miras a pescar réditos para las elecciones del 2022.
Llegó la hora de que los dirigentes indígenas nos cuenten lo que piensan y lo que proponen, lo que piden y lo que se les da, lo que reciben y cómo lo manejan, lo que denuncian de la fuerza pública y lo que deberían denunciar de las economías ilegales y de los grupos criminales que campean en sus territorios.
Llegó la hora de que el gobierno también pueda exponer directamente su visión de todo cuanto allí ocurre, de sus esfuerzos y sus fracasos, de sus acciones y sus costos, de sus políticas y sus faltas de resultados en la seguridad de los territorios.
Este conflicto recurrente nos tiene a los colombianos tan preocupados como cansados.
No sobra recordarles que este país no es ni de los indígenas ni del gobierno. Es de todos los colombianos.
Tenemos derecho a que nos cuenten. Aquí los esperamos.
No dejemos que Colombia vaya “minga” por hombro.