Empujado por la euforia que me produce saber que el 17 de octubre veré jugar a uno de los más grandes futbolistas de la historia vestido con la camiseta de mi equipo, vengo de ver montones de videos en YouTube de jugadas de Ronaldinho.
No sin antes darle gracias a Dios por habernos dado a semejante jugador de fútbol en plena era de la televisión satelital, he visto esta mañana en internet interminables horas de goles, gambetas, paredes, asistencias, tiros libres y jugadas ejecutadas con un virtuosismo único.
Luego de un buen rato de jugadas que recuerdo haber visto en vivo en su momento, o que fueron en la época repetidas una y otra vez en los programas deportivos de análisis y debate, sigue uno maravillado con la espontaneidad y repentización con la que jugaba. Contrasta la plasticidad del gol de chilena al Villarreal por liga en noviembre de 2006, con la simpleza del tipo para definir contra el Chelsea al borde del área en octavos de final de la Champions 04/05, o la picardía con la que le picó el balón al arquero de los ingleses en el mundial de 2002, que a la postre ganaría Brasil teniéndolo a él como una de sus grandes figuras. Y así podría pasar párrafos enteros enumerando goles y jugadas que con seguridad están en la memoria de los amantes del fútbol.
Siempre me han parecido odiosas las comparaciones del tipo “Maradona fue mejor que Pelé”, “Messi merece más balones de oro que Cristiano” o “Asprilla fue mejor delantero que Falcao”. Me gusta pensar que hay un pequeño grupo en la historia del fútbol que integran algunos, y que lo mejor que podemos hacer es dejarnos maravillar con su grandeza. Sin embargo, existe algo en Ronaldinho y su forma de jugar que lo diferencia de cualquier jugador que por lo menos yo haya visto hasta ahora. Al ver video tras video empieza uno a notar esa alegría que inspira la facilidad con la que hacía lo que hacía. Y más allá de caer en el cliché hablar de su sonrisa, pues no deja de ser llamativo que el tipo no pudiera dejar de mostrar sus prominentes dientes cada que la cámara lo enfocaba, me refiero a esa “buena vibra” que irradiaba en el terreno, ese desparpajo con el que asumía la competencia al más alto nivel, la fluidez y distensión con la que se tomaba lo que para muchos ha dejado de ser un juego, ese carisma que hacía que fuera imposible odiarlo así hubiera acabado de humillar con un túnel a un defensor de tu propio equipo, la misma simpatía que lo hizo salir ovacionado del Bernabéu por los hinchas de Real Madrid habiendo acabado de ser figura de un clásico que ganó por goleada el Barcelona.
El juego de la pelota, que para buena parte del planeta perdió su elemento lúdico y se convirtió en una guerra para algunos o en un negocio para otros, para él nunca ha dejado de ser un simple juego. Se nota que nunca dejó de disfrutar tirar un lujo con el balón por el simple hecho de demostrar que él era mejor que el que tenía enfrente, sin importar que estuviera calentando en un camerino con sus compañeros, o jugándose una final de visitante. Fue precisamente ese el sello que lo hizo único.
En tiempos de la ultramercantilización del fútbol —en los que el mercadeo está por encima del deporte, en los que un jugador es más valorado por el monto de su transferencia que por el espectáculo que pueda brindar dentro de la cancha; en épocas en las que en un partido de fútbol cada vez se juega menos el honor de un equipo y de sus hinchas, y en su lugar se ponen en juego millones de dólares en patrocinios, premios y contratos— ver jugar a un tipo como Ronaldinho es una redención para los que aún disfrutamos del juego por encima del negocio que lo envuelve.
Es hermoso ver la manera en la que este hombre no solo llegó a la cúspide de su profesión, sino que se instaló entre los mejores de la historia, a la par que se notaba cómo disfrutaba del juego. Ese entusiasmo de jugador aficionado con el que asumía y se gozaba los partidos, esa forma de jugar casi infantil fue lo que lo llevó a ganar torneos del tamaño de la Champions League, la Copa Libertadores o el mismo Mundial. Solo alguien que realmente ama lo que hace; que se dedica a lo que lo apasiona puede transmitir lo mismo que él.
La carrera de Ronaldinho Gaucho es un ejemplo para cualquiera que sienta que su pasión no le puede dar de comer. Este hombre es la muestra de que solo podemos hacer realmente bien lo que amamos. La felicidad con la que este tipo saltaba a la cancha es la misma que todos deberíamos buscar al ir a nuestros trabajos cada mañana.