La propaganda de moda se ocupa en describir a las Farc como una especie de banda sometida al capricho de jefes opulentos y perversos. Nada más lejano a la verdad. Nuestra estructura orgánica y jerárquica se correspondió siempre con la de un ejército rigurosamente disciplinado, integrado por revolucionarios, con criterios políticos, sociales y morales muy elevados.
En las Farc se trabajó siempre por dotar de conocimientos, disciplina y experiencia a sus miembros, mujeres y hombres, con miras a su superación permanente. Nunca hubo plazos para ascender automáticamente en el mando, las direcciones reconocían los que más avanzaban en todos los sentidos. El reglamento de régimen disciplinario fue una norma sagrada.
Quien trasgredía sus prescripciones quedaba sujeto a las correspondientes sanciones. En los frentes se vivía como en una gran familia, en la que los comandantes eran un poco como los padres de los demás. Por eso, con independencia de su edad, los guerrilleros los llamaban cuchos, asimilándolos a la forma cariñosa como los jóvenes del campo llaman a sus progenitores.
La autoridad del mando siempre contó con límites muy precisos. Existía un espacio de obligatoria convocatoria por lo menos cada quince días, la reunión de la célula política. En ella los comandantes no ejercían su rango. El colectivo escuchaba los informes individuales sobre cualquier asunto, en particular sobre la conducta de los mandos. Y condenaba cualquier exceso.
Las conclusiones de las células debían ser obligatoriamente remitidas a la dirección superior, que se empapaba así de la situación de las unidades bajo su control. Ningún combatiente podía ser sancionado por lo que expresara en la célula. Como espacio democrático era tratado con cuidado por mandos y combatientes de base, allí podía irse una carrera a pique.
No existe el menor rasgo de inmoralidad en las normas que rigieron las Farc durante más de medio siglo de lucha. Mandos o combatientes que cometieron excesos, que violaron las directrices planteadas en Conferencias Nacionales o Plenos de Estado Mayor, fueron rigurosamente sancionados, salvo cuando desertaron y se lanzaron en brazos del enemigo.
La guerra enfrenta dos bandos. Es comprensible que cada uno de ellos reciba y estimule a los traidores al otro. Y que intente infiltrar gente suya en las filas del adversario. Los peores violadores de la juridicidad guerrillera siempre gozaron de alta estima en el Ejército. Éste y la Policía siempre enviaron agentes a filas, con el propósito de descomponer la ética de los rebeldes.
Vivíamos en medio de la guerra, perseguidos todo el tiempo por un enemigo implacable,
con la muerte, las heridas, la cárcel y la tortura
amenazándonos día y noche
Sembradores de cizaña, generadores permanentes de conflictos, saboteadores con misiones que no dejaban de sorprender por su bajeza. Vivíamos en medio de la guerra, perseguidos todo el tiempo por un enemigo implacable, con la muerte, las heridas, la cárcel y la tortura amenazándonos día y noche. Peor aún cuando el paramilitarismo y su barbarie se sumaron a la tropa.
Nunca faltarán quienes nos acusen de posar de víctimas. Como si jamás hubieran existido las operaciones militares y paramilitares de exterminio, como si las muertes en combate y las ejecuciones permanentes por fuera de él, en el campo y la ciudad, no hubieran sido diarias, como si el tratamiento salvaje en batallones, cuarteles y cárceles fuera una alegre invención.
Ninguna organización legal o ilegal en la historia del país ha sufrido como las Farc los golpes del Estado. Un día propuse al mando elaborar una lista aproximada de cuántos guerrilleros habían militado en nuestras filas, de cuántos habían muerto o pagado penas de prisión. Era tan numeroso cada rubro que nos resultaba imposible calcularlo.
Sin contar los civiles que simpatizaron con nuestra causa, que trabajaron de nuestro lado o que simplemente fueron acusados falsamente de ello y pagaron muy caro las consecuencias. Lo que alimenta el odio contra nosotros es que pese a semejante carnicería nunca consiguieron derrotarnos. Por eso aún hoy, para lograrlo, apelan a los métodos más canallas.
No existe organización en la que no se presenten torceduras, y las Farc no podemos ser la inmaculada excepción. Fuimos protagonistas de múltiples consejos de guerra, en los que las más graves violaciones a nuestra disciplina fueron sancionadas con la pena máxima por el colectivo. Nadie puede sindicarnos de tolerantes o permisivos con la descomposición.
Aunque nuestra idea nunca fue destruir, sino construir, salvo los casos de extrema gravedad, como sentenciaba el reglamento. La guerra terminó. Ya no cabe imponer sanciones de acuerdo con nuestras normas y procedimientos. Si algo quedó pendiente, deberá ser asumido por las instancias acordadas. Que a nadie se le ocurra que cohonestaremos conductas reprochables.
Lo que no significa que callemos impasibles ante las construcciones premeditadas de nuestros enemigos. Ellos no serán nuestros jueces, como tampoco nosotros los suyos. Lo aceptamos, por ello acordamos la JEP. Apostamos porque emerja límpida la verdad, la real, no la de micrófonos y titulares insidiosos. El pánico de ciertos sectores no puede enceguecer un país, no señores, no.