No nos vemos bien ni siquiera ante nosotros mismos. En situaciones como las del atentado de la Escuela General Santander, en la capital de la República, en lugar del país en su totalidad rodear a las instituciones, de las que también tengo mis reparos, vuelven y se reacomodan los dos extremos, confirmando un comportamiento equivocado que se ha radicalizado últimamente con la proclividad de discursos y mensajes incendiarios, convirtiendo a Colombia en el catalizador de sus enormes defectos morales y espirituales adquiridos desde la infancia.
Colombia no puede continuar a expensas de aquellos que irresponsable e irreflexivamente someten la realidad a un imaginario, en donde la verdad absoluta reina al lado de la ignorancia.
Para que exista una democracia, por supuesto que la diferencia de conceptos ideológicos debe permanecer para enriquecer el orden en todos los sentidos; pero debe también existir un alto en el camino en donde las manos se junten y las voces se alcen en contra del desorden.
Hay un momento en donde no es de dónde salen los disparos, es que el Estado se encuentra amenazado y hay que unirse para salvaguardarlo. Porque si son los grupos ilegales los que atentan contra las instituciones, ¡grave! Pero si en vez de ellos son grupos de ultraderecha ¡igual de grave! Y si son facciones queriendo desestabilizar procesos democráticos que construyen país, ¡más grave todavía!
Desafortunados los trinos señalando responsables pasivos por la tragedia de la Escuela; personajes que se han presentado públicamente como enemigos de cualquier proceso de paz en el país. Pero es que ya los conocemos y no podemos cada vez que deciden chillar, atenderlos como si estuvieran enriqueciendo nuestra realidad con genialidades.
Precisamente lo que ellos pretenden, además de vomitar su bilis verdosa y amargada, es propiciar esas discusiones, que por lo agrias y viscerales, colocan al país en extremos peligrosos no permitiendo la oportunidad de consolidar un escenario diferente en donde se entienda que la unidad como sociedad, en casos puntuales como estos, tiene que darse sin reparo ni demora.
Innumerables son las guerras que hemos tenido que vivir. Incluso desde nuestros padres y abuelos, aún sin nosotros haber nacido, muchos de nuestros parientes fueron víctimas de la irracionalidad que ya nos caracterizaba e identificaba en gran parte del planeta.
Nosotros, que a diario justificamos nuestra proximidad a la trampa y a lo ilegal argumentando que somos así por culpa de quienes nos conquistaron, deberíamos entonces aprender también de los españoles cuando es conveniente. La mayoría de veces, ante cada atentado terrorista que sucede en alguna parte de su territorio, multitud de personas han llenado las calles en protesta a lo sucedido, ajeno a quién se le atribuya el hecho.
Hay momentos en la vida en que las prioridades existen, y en este caso en especial, lo repito, venga de donde venga el ataque, lo que debería hacer la sociedad en general es defender la poca institucionalidad que queda, la dignidad y la soberanía de la democracia.
No esperemos que los Pastrana, los Uribe, los Santos, los Gaviria, los Lleras u otros tantos que se han beneficiado del Estado, salgan hoy como jefes naturales de los diferentes sectores políticos del país (ya ni partidos políticos nos quedan) a invocar con convicción, todos juntos, unidad nacional alrededor de actos violentos como los presentados. Me atrevo a vaticinar, sin ningún esfuerzo ni prodigio, que no va a suceder.
No caer en la trampa de quienes quieren con sus comentarios tendenciosos provocar una red repleta de insultos y señalamientos a priori, debe ser la consigna; porque entonces continúan horadando la estructura que ellos necesitan debilitar para aparecer como los salvadores.
Hay que evitar por todos los medios que los violentos vestidos de pacifistas se apropien de Colombia como un territorio fértil para sus intereses personales y mezquinos. Hay que pensar, hablar y escribir más despacio para que nuestros dolores no se reflejen como marcas indelebles que tengan que heredarse como un patrimonio indeseable y destructivo.
No caer en la trampa es no permitir ser títere de los provocadores.