No apoyo las manifestaciones violentas, pero las entiendo

No apoyo las manifestaciones violentas, pero las entiendo

"Comprendo que quemar un CAI es quizás la única oportunidad que ustedes tienen de desahogar esa enorme frustración"

Por: Carlos J. Zapata
septiembre 14, 2020
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No apoyo las manifestaciones violentas, pero las entiendo
Foto: Las2orillas

Todos en Colombia fuimos testigos de las protestas que se presentaron en diferentes ciudades después del asesinato del abogado Javier Ordóñez a manos de dos uniformados. Sin importar lo que haya sucedido, sin importar cuáles hayan sido los motivos de estos dos agentes para detenerlo, es inaceptable que un ser humano tenga que pasar por tan cruel abuso. En los hechos, como quedó registrado en video, los policía detienen a Javier y le descargan choques eléctricos sobre su cuerpo una y otra vez. Después del dictamen, se demuestra que, además de los choques eléctricos, fue brutalmente golpeado en el CAI de Villa Luz; heridas que lamentablemente lo llevaron a la muerte.

Después de que el video se hiciera público y de que varios medios de comunicación del país lo postearan en sus plataformas, una gran cantidad de colombianos salieron indignados a las calles a protestar. Muchos lo hicieron de forma pacífica, demostrando su inconformidad con cantos y con pancartas; pero otros acudieron a la violencia y a la destrucción de bienes públicos y privados para mostrar su gran enojo. Un gran número de políticos y de periodistas diagnosticaron que estas manifestaciones eran en contra de la brutalidad policial; pero yo, por el contrario, pienso que tienen un trasfondo político, social y cultural mucho más complejo y profundo.

Hoy no voy a juzgar a quienes acudieron a estos actos violentos para demostrar su inconformidad. Mucho menos los voy a llamar vándalos o criminales. Hoy voy a entender su enojo y voy a tratar de sentir en carne propia lo que es ser un colombiano de a pie. No seré hipócrita o caradura. No llamaré vándalo a quien cree que la protesta es su única forma de participación política. Porque hay que ser muy caradura para juzgar cuando no se aguanta hambre. Veo a muchos políticos y periodistas, o por lo menos eso dicen ser, que llaman vándalos a estas personas desde su posición claramente privilegiada.

Yo no me podría imaginar lo que sufre un colombiano de a pie. No podría imaginar cómo sería acostarme con hambre. No me podría imaginar ver a mis hijos aguantar hambre. Tampoco me podría imaginar quedarme sin trabajo y sin un sustento económico en un país como Colombia. No podría sentir el dolor que siente una madre al ver a su hijo asesinado a manos del Estado o de los grupos armados ilegales que abundan en el país. No podría imaginarme la difícil vida de un desplazado. Honestamente, tendría que ser un desalmado para no reconocer que hay muchas razones en Colombia, quizás millones de razones, para salir a protestar.

¿Pero cuál vía democrática? En Colombia no hay una vía democrática para que los pobres y la clase media puedan demostrar su inconformidad. Estamos en un país donde importa más el fracking, el oro, el narcotráfico y la corrupción que la vida misma. En Colombia no nos duelen las muertes de líderes negros del Pacifico y muchos menos nos duelen las muertes de lideresas indígenas del Cauca. En Colombia no nos duele nada cuando se trata del pobre, del negro, del indígena o del campesino. Los tenemos en las peores condiciones, donde ni siquiera la vida está garantizada.

Con lo poquito y nada, muchas comunidades se tratan de organizar. Hacen asociaciones y tratan de sacar sus comunidades adelante a través de las ideas, a través de la democracia. Tratan de hacer respetar los derechos de su gente de forma pacífica, a través de la ley. ¡Pero en Colombia no se puede! Ser un líder social o ser parte de una asociación es una sentencia de muerte. Es natural en Colombia que se asesinen líderes sociales, no es nada del otro mundo. Aquí no hay una opción política y democrática real para la gran mayoría de los colombianos. Creer en la democracia colombiana le ha costado la vida a un incontable número de líderes sociales y de políticos alternativos en el país. ¡No seamos hipócritas! Sí hemos intentado, pero no se ha podido. En Colombia no se puede.

Los jóvenes salen a protestar pacíficamente y terminan como Dilan Cruz, asesinados por la fuerza pública. Después de años de estudiar, después de muchos millones pagados, después de muchos sacrificios hechos, ahora nos toca afrontar la realidad: no hay trabajo, el que hay es precario y el único futuro es irse del país. Hace poco leí en Facebook un eslogan que decía: “El futuro de Colombia está estudiando para irse de Colombia”. Me sentí muy identificado. Yo me fui de Colombia porque en Colombia no hay nada. No hay empleo, no hay seguridad, no hay oportunidades de movilidad social. Yo me fui del país sin pensarlo dos veces. No me iba a quedar en un lugar donde lo único que tengo garantizado es morirme.

Entiendo la enorme desesperación de vivir en un país donde importan más los principios neoliberales que la vida misma de sus ciudadanos. Entiendo la desesperanza de vivir en un país donde el voto democrático importa poco, porque lo que verdaderamente pone presidentes en Colombia es el clientelismo, la corrupción, la plutocracia. Entonces no nos digamos mentiras, en Colombia no hay canales democráticos para los pobres y para la clase media. La clase política tradicional colombiana ha demostrado una y mil veces que le es más importante salvaguardar sus privilegios que velar por la vida de quienes gobiernan. Una clase política que no siente dolor, que no siente empatía, que mira a todos aquellos que viven fuera de esa prestigiosa burbuja de cristal con aversión. Hemos llegado a tal punto que ni siquiera los que generan empleo importan. Con tal de mantener el status quo, la clase política tradicional dejó a los empresarios y a los emprendedores colgados de un hilo durante la pandemia, con deudas hasta el cuello y con locales cerrados.

Qué descarado sería de mi parte juzgar mientras escribo esta columna desde una Apple última generación, mientras me siento en mi silla de madera rosa india y vivo en uno de los mejores barrios de la ciudad. ¡Que cínico sería yo! Por el contrario, yo los entiendo. Entiendo su rabia, entiendo su furia, entiendo su inconformidad. Entiendo que a sus líderes los han asesinado, que a sus hijos los han masacrado, que todos sus sueños se los han derrumbado. Entiendo que quemar un CAI es quizás la única oportunidad que ustedes tienen de desahogar esa enorme frustración, esa gigantesca maldición de haber nacido pobre en un país desalmado llamado Colombia.

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