“Hoy, definitivamente, es el día en que se revientan los huevos que Lucifer ha venido incubando en la tierra.”
Decía Jorge Luis Borges que el verbo leer –como el verbo amar y el verbo soñar–, no soporta el modo imperativo. No se puede obligar. A nadie, por ejemplo, se le puede obligar a ser feliz. Pero a lo que uno sí está obligado en esta vida es a protegerla, a preservar el hilacho de vida. Y cada quien lo hace como a bien tenga, le parezca o pueda. Una de las formas que encontró Aida Luz Yepes Arrubla de hacerlo es a través de la escritura. Ya lo había hecho, como muchos colombianos, tomando el camino de los huyentes, de los cientos de miles, acaso millones de nacionales que se van de su lugar de origen para salvaguardar la vida. Que se desarraigan de su territorio rural o pueblerino, para incrustarse en los remedos de urbes construidas con retazos de campo tejidos con hilos de miseria en las ciudades. Se refugió en la lectura y se rehízo con la escritura.
Porque cuando un libro deja incrustada una frase en lo más profundo de la conciencia del lector la tarea del escritor no sólo ha sido efectiva, sino imperecedera. ¡Inmortal! Podrá sonar muy bonito aquello de escribir para que los amigos lo quieran más o escribir para agradar o trascender, pero escribir es una forma de estar en el mundo, ese mundo que nos ha correspondido vivir y del que se deja un testimonio, a veces escrito con sangre.
Podría decirse de La impronta (2023), la segunda novela de la escritora Aida Yepes, que en medio de los coletazos de la violencia partidista, esta mujer tuvo un final feliz. Es decir, está viva, porque decidió detener su historia en medio de las confrontaciones políticas de su Calcedonia natal. Alguien del bando opositor –el único a quien le protege la identidad en el texto– le informó y le salvó la vida.
Presentó esta novela histórica en la Feria Internacional del Libro de Cali y de manera categórica aseguró que todavía no lo hará en Calcedonia, porque no quería que se tiñera con el tinte politiquero en medio de un proceso electoral donde uno de los candidatos con más opciones de alzarse con la victoria, es hijo del gamonal histórico del pueblo nortevallecaucano.
Aunque parecen remotos los tiempos en los que en el cielo colombiano revoloteaban pájaros de dos colores: conservadores y liberales, hoy el ambiente sigue enrarecido por águilas negras y chulos; gallinazos vestidos de elegante negro, que lo único que tienen blanco son las medias, aunque las hundan hasta las rodillas y a veces hasta el cuello, en la carroña inmunda de la corrupción.
La editorial chilena Akén, la consideró una investigación valiente y rigurosa. Por eso la publicó. Y efectivamente lo es, aunque la autora –con una modestia tan profunda como su pluma–, asegura que todo comenzó con una especie de diario, de bitácora de la infamia de lo que le significó pensar diferente y hacer política en su pueblo.
Su vida estuvo en riesgo, pero valió y valdrá la pena hurgar en el pasado sangriento y conflictivo para valorar la vida. La narración de los hechos acaecidos en el marco de la primera elección popular de alcaldes en su pueblo, no fue diferente en muchos municipios de Colombia: una pugna violenta entre los poderes hegemónicos y los cacicazgos tradicionales, en contra de quienes de forma legítima quisieron –y aún quieren justicia social–, cambiar la realidad de las mayorías olvidadas. Esa es La impronta.
No le asiste la razón a Gustavo Álvarez Gardeazábal cuando tituló El último gamonal (2019), una de sus novelas más criticadas, porque los politiqueros que operan como jefes mafiosos no solo no se han acabado, sino que emergen como toros embravecidos en cada época de elecciones. Cada página de la novela de Aida Yepes es un remezón, un grito por el derecho al disenso, un trabajo de recuperación de la memoria y de la dignidad, un sublime escupitajo de letras a la cara de quienes, con señalamientos, amenazas, persecuciones, corrupción y toda suerte de arbitrariedades, defienden con sus garras untadas de sangre, ese poder al que está aferrados con saña.
21 capítulos escritos con un rigor casi monástico y con un lenguaje tan sencillo que no parece hubiese sido concebido con la muerte a cuestas, con el peligro como escudero, con ese olor que desprenden los mirtos florecidos en invierno y que resulta tan característico en los velatorios y las funerarias. Es una narración serena y sin aspavientos, pero con una carga sensitiva sinigual. Con diálogos, con descripciones, con profundas reflexiones que tienen una carga semántica propia de quienes saben utilizar la palabra indicada en el momento justo. Una pulsión narrativa que estremece. Mucho más cuando las líneas tocan la patria chica:
“El agua no cesa, el bus se ha detenido en la Terminal de transporte de la ciudad de Ibagué, capital del departamento del Tolima. Este departamento no es sui generis en su angustia, en su dolor, en su sangre, en su ignominia; este pedazo de tierra al igual que la gran extensión cruzada por esta ruta del Expreso Palmira ha recibido golpes de fusil y su geografía se ha salpicado de sangre.”
La impronta. Un proceso electoral en busca de justicia social y un ¡no rotundo al gamonal! Un libro estremecedor y esclarecedor de una práctica política que no cesa, que no acaba y que sigue incubando los huevos del diablo en esta tierra llena de pueblos olvidados hasta por Dios.