La siguiente es la historia que me contó Liliana acerca de uno de los tantos niños que fallecieron en la tragedia de Mocoa ocurrida el 31 de marzo de 2017.
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“Pipe, mi vecino, era un niño de unos siete u ocho años aproximadamente. Casi todos los días lo veía luchar con una bicicleta grandota que tenía. Iba y venía siempre dando tumbos entre los huecos o esquivando piedras por la calles sin pavimentar; también cuando llovía se lo veía encaramado como podía y salpicando el agua de los charcos con las ruedas de su armatoste. No había niño más feliz disfrutando de su juguete.
Nosotros ya teníamos nuestra casa antes que llegaran a la vecindad a construir unas casas de interés social, en las que llegaron a vivir personas de escasos recursos, quienes venían huyendo de la violencia o en busca de nuevas oportunidades de vida en la ciudad. Entre las familias que llegaron, estaba una familia indígena. El padre era conductor de servicio público y la mamá era una ama de casa. Ellos tenían tres hijos: el menor tendría quizás un poco más de un año, una niña de unos seis años, y Pipe que era el mayor de los tres. Él era el hermano grande, pero no tanto como su bicicleta.
Pipe era un chico de rasgos indígenas muy marcados, tenía mandíbula y dientes grandes, era muy trigueño y poseía unos cachetes que cuando estaba acalorado apenas se le notaban rojos en medio de su piel oscura. Su pelo era lacio; “chozudo” como dicen algunas abuelas, y como sus padres no lo llevaban con frecuencia a la peluquería, siempre andaba con el cabello desorganizado. Pero, a él siendo niño eran cosas que nunca parecieron importarle; la vida a él se le iba casi todas las tardes en la bicicleta que tenía que domar cada vez que quería montar.
Él salía muy temprano de su casa para irse a estudiar y regresaba al medio día, entonces se podía escuchar el traqueteo de su vieja bicicleta que iba y venía a cada rato, cuando él se ponía a voltear por el vecindario. A veces yo estaba a esas horas haciendo la siesta, y con frecuencia llegaba con mucha velocidad y daba una brusca frenada levantando polvo y haciendo saltar piedrecillas que estallaban contra el cerco de latas del vecindario. Yo me despertaba fácilmente porque las calles eran muy estrechas. Entonces yo me asomaba a la ventana y me encontraba con el rostro familiar y travieso de Pipe que colgado de su bicicleta me dibujaba una pícara sonrisa con sus dientes grandotes y blancos.
Sin embargo, en todas esas casi nunca hablábamos. Era una relación quizá bastante extraña. El sabía que me despertaba, y también sabía que eso me ponía de mal genio, pero no preguntaba nada, ni yo tampoco. Yo siempre veía que siempre andaba en su adorada bicicleta, él podía estar toda la tarde haciendo cabriolas para mantenerse en equilibrio sobre ella, ya que al ser una de esas bicicletas todo terreno diseñada para un adulto, la cosa no se le daba bien y era todo una proeza para Pipe subirse en ella; le pesaba mucho, se le caía a un lado, pero él era un chico tozudo que no se rendía hasta conseguir maniobrarla y echarla a rodar.
Otras veces contemplaba su lucha diaria desde las matas y las flores del patio de mi casa. Por entre las rosas, claveles, dalias y geranios lo veía forcejear con su cacharro, hasta que subía y una vez arriba la dominada con mucha habilidad, el problema era cuando tenía que bajarse, ahí tenía otro reto; a veces se caía y se lastimaba; sus codos y rodillas eran testigos de ello, pero su empeño le ganaba al dolor y la frustración. Por eso al conocer de su persistencia, nunca le recrimine por el ruido que hacía con sus llantas.
Aunque debo reconocer que no socialicé mucho con las familias de la vecindad. Escasamente el saludo, en gran parte debido a que yo siempre estaba trabajando y cuando estaba en casa aprovechaba para descansar. Sin embargo con los niños era diferente. Ellos no preguntan si les quieres hablar o no; los niños se meten en tu casa, se meten en tu vida sin pedir permiso. Pipe primero hizo entrar desde la calle el ruido en mi casa, y luego entro con todo bicicleta no sólo en la casa, sino en mi vida.
Así era Pipe, un niño callado, silencioso, todo lo contrario de su bicicleta; muy respetuoso; a veces parecía estar indiferente a las cosas, pero daba razón de cada detalle de la calle. Por ejemplo, a veces mi pequeño hijo se salía de casa y me tocaba andarlo buscando porque en cuestión de segundos lo perdía de vista, pero Pipe siempre sabía dónde estaba y volaba a decírmelo, pues con su bicicleta era más rápido que las piernitas de mi niño. Luego sin despegarse casi nunca de su bicicleta me acompañaba a recogerlo Él era mi ayudante en mis constantes búsquedas de mi pequeño.
Yo a cambio de esos favores le daba sus pequeñas recompensas. Alguna vez le pedí que fuera hasta un taller a inflar un viejo balón, y el más que correr, voló, haciendo sus cabriolas en su gran bicicleta. Él era muy osado, un día lo vi intentando pasear a sus hermanos en su bici, ¡imagínense, pues si le costaba andar solo! El esfuerzo por tratar de subir a su hermanito pequeño era muchísimo mayor; Siempre se caían, entonces me veía obligada a intervenir y decirle que por leyes de la física en esas circunstancias era imposible lo que pretendía hacer. Pero él era muy obstinado, quizás creía que como él si podía manejar la bicicleta, sus hermanos también podrían hacerlo. Pero lamentablemente la vida no le dio el tiempo para que termine de enseñarles.
Yo no estaba en Mocoa la noche de la tragedia, y me cuentan los vecinos que Pipe estaba únicamente con su mamá y su hermanito menor. Su padre, había salido de viaje y se había llevado a su hermana. Ellos habían salido de su humilde vivienda y corrieron a la calle. Tal vez Pipe en el último momento haya pensado en su bicicleta para huir de allí, pero no tuvieron fortuna; en la calle, se dieron de frente contra las impetuosas aguas, lodo, piedras, palos y escombros que los arrastró sin misericordia.
Pasado el desastre, su madre fue encontrada abrazada al niño más pequeño. Me imagino que la desesperada mujer llevaba a Pipe de la mano, pero la furia de la naturaleza desbordada se lo arrebató. Cuando supe de su muerte, lloré. Su casa quedó reducida a trizas. Me enteré que Pipe aún no aparece. Lloré porque no sé dónde está. Lloré porque quiero que lo encuentren. Lloré porque falta mucha gente por encontrar aún. Ya nunca lo veré forcejeando con su gran bicicleta. Ya nunca me dirá hacía qué dirección se fue mi hijo. Ojalá allá donde esté haya una bicicleta de su tamaño.” (Liliana. IV-2017)