Todos los días se le veía en el vecindario caminando delante del burro que utilizaba para transportar en costales la boñiga seca de vaca y de asno, que vendía a las amas de casa como abono para las matas. De vez en cuando, arriando amarrada con cabuya la res o la marrana perdida que había buscado y encontrado por encargo de su dueño.
Cubría su cabeza con un viejo y raído sombrero cascajelero, vestía suéter amansaloco con pantalón al estilo brinca charco —unos 20 centímetros arriba de los tobillos—, el cual sujetaba a su cintura con un pedazo de cabuya. Andaba en abarcas avanzando en modo culebreado amariconado, y respondía con madrazos y vociferando palabras vulgares de grueso calibre cuando al pasar los muchachos le decían “Camerano, te compro el burro”.
Siempre vivía entonado con chirrinchi o ron blanco. Su nombre era José María Camero Padilla, pero todos lo conocíamos por su seudónimo, el cual pregonaba al final de las décimas que improvisaba cuando estaba muy borracho: “¡Buena esa!, Camerano”.
Entre las anécdotas de su vida está aquella cuando llegó y saludó a una señora pudiente que residía en el tramo de la calle 16A con carrera 11, quien estaba sentada en una mecedora en el pretil de su casa en pose de estar leyendo el periódico que sostenía en las manos. Al notar la manera en que lo tenía, exclamó: “Vea pues, como son los ricos, que hasta al revés saben leer”.
Otra fue cuando en medio de la oscuridad de la noche, por carencia de alumbrado público en ese sector, llegó a una tienda ubicada en los bajos del barrio San José, llamó insistentemente por su nombre a la dueña que lo conocía y cuando esta abrió la ventana le pidió que le vendiera una botella de ron blanco. Por la desconfianza de que no se la pagara después de dársela, como en anteriores ocasiones había ocurrido, esa vez la tendera, con la botella en la mano le pidió el dinero por adelantado, a lo cual respondió diciéndole que como lo tenía en la angarilla del burro, se la diera y le tuviera la cabuya mientras iba a buscarlo.
Ella confió y se la entregó, al tiempo que cogió como garantía de pago el extremo de la cuerda que él le pasó. Después de diez minutos de estar esperando y llamándolo sin recibir repuesta, le dijo a su esposo que fuera a ver qué había pasado con Camerano y la plata del licor. Cuál no sería la sorpresa de su marido cuando al salir alumbrando con la linterna de pilas, lo único que vio fue el otro extremo de la cabuya amarrado al árbol de abeto sembrado delante del pretil de la casa.
Las veces que le preguntaron de qué había muerto algún vecino, respondió: “De un ataque internacional, pero es mejor que se haya muerto a que le fuera a pasar algo malo por ahí”.
Cuando no tenía plata para comprar licor, se metía de noche en el patio de la casa de su mamá a hurtarle las gallinas que dormían trepadas en el árbol de mamón, para luego ir a venderlas o cambiarlas por ron. Como ella no sabía quién era el ladrón, cuando eso sucedía lo mandaba a buscar para contarle el problema, al paso que en su presencia profería madrazos e impartía maldiciones contra quien se las llevaba.
Una noche en que permanecía insomne, al escuchar el cacareo de las gallinas salió al patio, cogió la “lata” o vara que tenía para bajar los mangos y comenzó a hurgar hacia arriba del árbol donde estaban recogidas las aves, al tiempo que le mentaba la madre al ratero y decía: “Si mi hijo Camerano estuviera aquí ya te hubiera bajado a machetazos”.
Cuando ya no pudo aguantar más chuzazos en las piernas y las costillas, desde arriba confesó su fechoría: “Niña Pastora, niña Pastora, soy yo, su hijo Camerano, quien le roba las gallinas”.