En su defensa dijeron que era una tradición. Algunos llegaron a creérselo, cuando empezaron a conocerse de actividades similares -e incluso más graves- en años anteriores. En cambio, muchos otros supieron indignarse y elevar sus quejas y protestas ante lo injustificable. Por semanas, la noticia y sus consideraciones, fueron materia de debate en la prensa y la televisión españolas. Como era de esperarse, surgieron defensores de lo indefendible, con argumentos que quisieron restarle importancia al asunto y reducirlo a una broma pesada o a la irreflexión de un par de manzanas podridas de acné. Los cánticos misóginos y violentos de unos adolescentes del colegio masculino Elías Ahuja, dirigidos hacia las estudiantes de una institución femenina del colegio Santa Mónica, incluían un nefasto estribillo “Putas, sois unas ninfómanas”. Los hechos, ocurridos hace ya casi un año, son tan solo una evidencia más de una tendencia peligrosa en el comportamiento de cientos de miles de jóvenes en el mundo. No es para menos, a la vuelta de unos años, esos que cantan -y esos que los defienden- serán los adultos en ejercicio que definirán la forma y sentido de muchas de las conversaciones y percepciones de su época. No se debe escatimar la capacidad del ser humano para echar marcha atrás a toda velocidad.
Luego de haber estudiado en un colegio de hombres de clase media pude comprobar que la adolescencia es una competencia de identidades. Todos y cada uno, de una forma u otra, tratábamos de pertenecer y participar en lo que fuera y estuviera disponible (sin internet se tenían menos alternativas). Recuerdo que tuve un compañero que durante cinco años se transformó en media docena de seres. Fue gomelo, skater, grunge, punk y antifascista, con la facilidad de quien se cambia todas las mañanas de atuendo. Era normal, ninguno de nosotros sabía quiénes éramos y aferrarse a credos y culturas de ocasión era totalmente válido para poder resolver el enigma del ser. En mi caso, dicho descubrimiento tardó más de la cuenta: mis respuestas solo llegarían un par de años antes de cumplir los treinta y con un título universitario que tardé -otro tiempo más- en entender y justificar. Hoy agradezco tanta confusión.
Parece obvio que esa búsqueda, que viví hace ya casi treinta años, aún se presente en estos tiempos tan parecidos pero tan distintos. Y aunque la juventud sigue siendo un estado de indefensión ante las ideas llamativas y populares, mucho me temo que con el advenimiento de las redes sociales, esta necesidad de ser (o mejor, de aparentar ser) se ha exacerbado y envenenado. Por ejemplo, ni Tik-Tok ni Instagram han hecho lo suficiente para detener la avalancha de perfiles y contenidos racistas, misóginos y xenofóbicos que se disfrazan de ocurrencias, irreverencia y rebeldía y comunican ideas nocivas y jadeantes de violencia en reposo. Hace poco supe de un muchacho que de repente había llegado a una reunión familiar con un repertorio de bromas y comentarios desconcertantes. Tratando de ser chistoso dejó boquiabiertos a sus padres y parientes más cercanos. Y de paso, con el escozor que causa saber que si esos son los juicios y comentarios que profiere enfrente de su familia, vaya usted a saber cómo son las conversaciones con sus compañeros de pupitre. Lo preocupante, así como los cánticos de los muchachos españoles, es que al parecer no se trata de casos aislados.
Mucho me temo que con el advenimiento de las redes sociales, esta necesidad de ser (o mejor, de aparentar ser) se ha exacerbado y envenenado
Ayer en Twitter, Juan Fernando Mejía @juanfermejía, un profesor de filosofía que sigo hace un tiempo, mencionó que los profesores del colegio de su hija le dijeron que ahora una forma de rebeldía de los adolescentes privilegiados se manifiesta en gestos machistas, homofóbicos y antiwoke. Otra evidencia más de esas nueva tendencia de lo que podría llamarse el extremismo pop. Un fenónemo que trivializa la violencia de las palabras descuidadas e irresponsables; exacerbadas por ese mare magnum de incomprensión que es la adolescencia. Por si fuera poco, en la actualidad, dichas opiniones (que no tardan en convertirse en conductas) encuentran espacios de difusión efectivos, masivos y ansiados en las redes sociales. Ojalá todo fueran coreografías inofensivas o autoentrevistas intrascendentes pero las plataformas también incluyen recompensas e incentivos a aquellos dispuestos a transmitir mensajes de odio y discriminación.
No obstante, sería un despropósito reducir la culpa a lo que sucede en las redes sociales; las cuales son tan solo versiones anabólicas inundadas de esteroides del mundo físico y sus aconteceres. También es muy importante observar este fenómeno desde los hogares: ciertos comportamientos y conversaciones de los adultos que, sin duda, afectan la opinión de sus hijos. En estos días de turbación y fanatismos, nada raro que se cuelen afirmaciones misóginas, xenofóbicas y racistas en argumentos políticos para criticar o defender el gobierno de turno. Nada más ver las opiniones en Twitter de padres de familia para sorprenderse por su violencia y lascivia que con seguridad son emuladas por sus hijos. No me cabe duda que la primera influencia en las percepciones de un hijo sobre el mundo que lo rodea proviene, casi sin excepción de lo que observa, escucha y entiende de su papá y de su mamá. Basta medirse la lengua cuando aparecen una noticia sobre una mujer en un cargo de poder, un venezolano detenido por un delito o un indígena que protesta por sus derechos para reconocer la imprudencia con la que estamos hablando hoy en día. Casi nadie se salva.
Por último creo que el problema también radica en cierta impresión de censura social que cabalga entre nosotros. Me refiero a algunos de los vetos que han propuesto ciertos movimientos y activistas a discusiones que son saludables y necesarias; sobre todo para los jóvenes. Hoy en día, pareciera que existen preguntas prohibidas que si alguien se atreve a hacer de inmediato es juzgado como homofóbico o transfóbico, misógino o racista. Como un gatillo automático que se detona ante el mínimo estimulo basta el más sutil cuestionamiento para ser lanzado a la hoguera. En esa medida, se explica que los jovenes quieran hablar de lo prohibido y burlarlo -honrando su propia naturaleza adolescente-. Sin embargo, y ante la ausencia de una conversación social activa ante ciertas temáticas -disminuida por el temor al lapidación - es natural que ese espacio vacío lo ocupen las peores opiniones y las más irresponsables. La solución resulta obvia pero intrincada: hablar más, hablarlo todo; una y otra vez. Dejar de ocultar el diálogo debajo de la alfombra puede ser la mejor forma de prevenir que las ideas canallas aniden en las futuras generaciones.
Hasta el cansancio se ha sostenido que los jóvenes son el futuro, lo que sin duda incluye los problemas y dificultades que traen consigo. Por lo pronto queda la esperanza que esta realidad deje de verse -en primer lugar por nosotros los padres de familia- como simples anécdotas de adolescentes inflamados y que se asuma que por ahora se está a tiempo de prevenir consecuencias peores. También es nuestra responsabilidad evitar que nuestros hijos se enfermen de ideas equivocadas y malsanas. La crianza de cuervos nunca ha dado buenos frutos.