Al estar en Nueva York hospedado en un hotel a unos cuantos metros de la 7th Avenue (séptima avenida), sobre la calle 46, la última semana de junio, era imposible no presenciar de cerca el despliegue de la comunidad LGTB+ (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales) que para ellos, por esos días, era la celebración del cincuentenario de la creación del orgullo gay y para otros pura curiosidad, como me lo demostró uno de mis amigos, cuando me dijo: Hugo, vamos a ver a esos tipos “raros”. No les diga así, ellos son gay, le respondía yo. Bueno, maricones, me acentuó de nuevo. Pues hasta esa expresión es más aceptable de parte de ellos, pero sin soberbia; terminé diciéndole.
Esa misma mañana, 5:0 0 a.m., yo ya había salido, con libro en mano, a caminar por los alrededores de esta zona denominada el Times Square. Y, después de entrar a un establecimiento y pedir: Please one coffee, para no encartarme con más inglés que estas tres palabras y a toda pregunta contestar no, pues solo entendí, … Milk? —a la interrogación que también respondí no— ; pagué los 4.91 dólares y me fui con ese café para la esquina donde quedaba mi hotel. Ahí tomé una silla de las desplegadas en la plazoleta. Sillas que ocuparían más tarde los asistentes a uno de los eventos finales de este encuentro en la ciudad de Nueva York; pues al frente, sobre la misma calzada, estaba listo el escenario para el concierto de la noche de ese 30 de junio después del desfile Pride Parade (el desfile del orgullo gay).
En otras de las sillas, con sus respectivas mesas en el centro, y bancas de cemento como pequeños muros, de esta esquina, alrededor de unos pocos vasos desechables y servilletas en el piso, se encontraban sentadas parejas del mismo sexo disfrutando amorosamente de lo que quedaba de la noche. También se encontraba un fotógrafo, posiblemente representantes de algún medio de comunicación, haciendo su trabajo.
Y yo, sentado en una de esas sillas en posición como si mirara para donde queda la Gran Manzana que sería testigo del gran desfile, descargué el vaso en una mesa y emprendí la lectura. En medio de cada sorbo al café, iba barriendo con mi vista lo que me rodeaba: en los primeros y segundos pisos, en cada costado de la vía, la mayoría eran locales comerciales y de ahí hacia arriba, pantallas y más pantallas de dimensiones incalculables que podrían llegar hasta ocupar los otros seis o siete pisos a lo largo y ancho de las fachadas de esa avenida y que iluminaban el sector con modelos exhibiendo marcas de ropa, publicidad de lociones y demás artículos que el ojo humano casi que estaba obligado a observar esa contaminación incandescente. Al fondo, se perdía la calle en una minúscula curva donde los grandes edificios ya para mi ojo eran pequeños.
Fueron llegando a esa esquina más parejas de dicha comunidad, más fotógrafos y hasta el sitio fue adornado por un señor que paseaba a su bebé en un cochecito, lo parqueó, él se sentó en una silla, le dio tetero al niño y luego abandonó el biberón sobre la mesa que acompañaba la silla. Unos de los nuevos visitantes se subieron a los muros que estaban dispuestos como asientos, los fotógrafos empezaron a hacer la labor y algunos de los que celebraban su cincuentenario, dándole rienda suelta a sus excentricidades, en medio de las caricias y amoríos; se volvieron cómplices de los fotógrafos y tomaban la posición que estos profesionales les solicitaban.
Al ver la libertad y facilidad con que permitían las fotos, yo me acerqué a una pareja gay que estaba a mi derecha y les dije: "Can i a photo?" Uno de ellos me contestó: "What?". Y cuando les volví a decir "a picture, a picture", señalándoles mi celular, el uno miró al otro. No sé qué murmuraron en inglés, pero con un pequeño movimiento de sus cabezas deduje que estaba autorizado para tomar fotos. E inmediatamente empecé a oprimir el botón, ellos se tornaron en un beso prolongado y hasta alcancé a hacer un pequeño video. Con todo este paisaje en mi mente regresé al hotel.
De ahí salí con mi amigo y la familia para el museo National September 11 Memorial & Museum, donde adentro, un empleado que entrevisté, me dijo que allí llegan hasta quince mil personas al día, pero ese domingo, por la marcha del orgullo gay, solo habían unos ocho o nueve mil visitantes. “Ahí se nos va toda la gente”, terminó diciendo el funcionario.
En la tarde salí con mi amigo y demás familiares con que me encontraba de vacaciones y en la calle nos reunimos con otros paisanos para salir a comer. Las avenidas y establecimientos, como cafés y restaurantes, estaban tomadas por esta comunidad. La bandera gay ondeaba por gran cantidad de estos sitios y al caminar por la 9th Avenue (novena avenida) entramos a un restaurante, pero buscando una mesa desocupada, uno de los nuevos amigos dijo en susurro: ¡Pero esto está lleno de maricas!, vamos. ¿Y es que no vio en la entrada la bandera gay?, le respondí yo. ¿Y cuál es el problema?, contestó mi hija. Pero igual, este que hacía parte del grupo de los once que íbamos, salió adelante sin esperar más objeciones. Sus familiares lo siguieron y mi familia y yo salimos tras él. Y en la puerta, el inconforme volvió a exhibir sus argumentos para no quedarse ahí: Qué pena que me vean salir de ahí de ese sitio, dijo señalando la bandera que identifica a esa comunidad. Al fin encontramos un restaurante donde no tenían dichos distintivos para darle gusto al paisano y su familia.
Las noches anteriores, también recorriendo las calles por el Times Square, noté que para ellos entrar a varias discotecas, desde la puerta de estas empezaba una fila que bordeaba la calle por el andén como una inmensa culebra que doblaba en la esquina. Siempre salía con mi amigo y en ocasiones decía: ¡Mire, mire esos dos abrazados, mire a esos otros dos, tan cuchitos y de la mano! Y una de mis nietas, de diez años, que también nos acompañaba en una ocasión, lo miraba y le decía: “¿Y qué tiene de raro? Eso es normal”.
Cuando empezó a avanzar la noche de ese domingo 30 de junio que se presentaría la cantante Deborah Cox y que el concierto debería de haber comenzado, mi amigo me dijo: vamos, vamos para el concierto a ver a esos tipos “raros”. Y después de que yo le discutiera la mejor forma posible para referirse a esas personas, salimos. Y como se preveía, la calle estaba inundada de todo tipo de transeúntes y curiosos, pero sobre todo de gays, lesbianas y de personas de diferentes tendencias, pertenecientes a esta diversidad de géneros.
Mi nieta, desde el hombro donde yo la tenía cargada para que apreciara mejor el concierto, miraba a mi amigo con ganas de decirle: “¡bueno, deje ya la pendejada!”, porque no paraba de señalar y repetir las mismas frases cuando veía a una pareja de hombres o mujeres de la mano, besándose o abrazándose; pero la niña no quería perderse la actuación de la artista.
No sé si por apoyo a esta comunidad, por ver los actos conmemorativos o por curiosidad, pero de los millones de personas que asistieron al Pride Parade, unas seis o siete mil de ellas, como lo dijo el funcionario, dejaron de asistir al Museo 911, como nombran en esta ciudad para referirse a este sitio de memoria. Y así pasó mi estadía por Nueva York, de casualidad, descubriendo más del mundo diverso y ser testigo, que para varios amigos, como el que se salió del restaurante o el que los llamaba “raros”, que sobrepasan los cuarenta años de edad, era un misterio ver esas imágenes; pero para una niña que solo contaba con diez añitos, lo veía todo tan normal.