Sé tan poco de San Andrés que cuando llegué allá, incluso antes de que estuviera caliente esta última decisión sobre límites marítimos, pensé que más allá de los arrecifes que protegen a la isla de huracanes y tifones, estaba Nicaragua. No, para cruzar la frontera deberás navegar en una lancha durante cuatro horas y entonces verás los acorazados, el circulo de metal y metralla con el que dos países pelean su soberanía.
Hemos llegado a una casa ubicada en La Loma, en pleno Barrack. Las direcciones en esta zona son sencillas, antillanas. Desde el mar sopla una brisa que mitiga el calor de ese plato amarillo e inflamado que es el sol de las dos de la tarde. Acá la gente saca sus bafles a los porches y ponen a todo volumen las canciones de Coupé Cloé, la zoca de Mario Chico. Por un momento uno puede creer, al sentir el colorido, la alegría de los niños que acaban de desayunar pescado y fruta de pan, que está en Senegal.
Ellos tienen razón, esto no parece Colombia. Las casas construidas de madera y color evocan las Antillas. Para alguien que llega de Bogotá el contraste es muy brusco, por eso, si se viene a descansar en la isla lo mejor es ubicarse en las playas del centro. Allí las tiendas de perfumes, las licorerías y los hoteles cinco estrellas te dan la seguridad de que no has salido de Miami. Occidente siempre va a estar ahí, protegiéndolos de todos esos negros resentidos y peligrosos que pueblan La Loma.
Me habían dicho que los funcionarios de OCCRE me iban a recibir con la misma hostilidad que la Stasi aceptaba a los visitantes occidentales en la Alemania Democrática, que me iban a bombardear a preguntas sobre cuales eran mis intenciones en la isla y que probablemente me embarcarían de vuelta en un avión por culpa del racismo que impera en San Andrés. En Bogotá no sienta muy bien que la gran mayoría de empleados de la Oficina de Control de Circulación y Residencia sean negros, “los negros son más racistas que los nazis, usted se va a dar cuenta”, me dice un periodista antes de irme.
Hablando claro, en Bogotá se ve con muy malos ojos eso de que estos negros, liderados por el pastor de la primera Iglesia bautista, Raymond Howard, se reúnan un jueves de mediados de marzo en la primera iglesia Baptista de la isla, a ver por televisión como su isla es disputada por dos países por los cuales se siente el más profundo desprecio. Ni nicaragüenses, ni colombianos, los San andresanos lo que quieren es independencia.
A los raizales de nada les sirve ser colombianos. El impuesto predial ha subido en el último año un 100 por ciento y los 850 mil turistas que invadieron la isla el último año dejaron sus dólares en las cadenas hoteleras y una tonelada de mierda y basura a los raizales
A cada reclamo del pueblo raizal, el gobierno de Santos les contesta con una mentira. El año pasado, ante las continuas quejas que le hacían los pastores bautistas por la evidente sobrepoblación de la isla, el Dane organizó un censo que entregó la cifra de 70.000 habitantes en San Andrés. Los raizales ignoraron ese número. Viendo los cerros devastados, las playas invadidas y extinguido el verdor que alguna vez sobrecogió a los piratas, uno sabe que están mintiendo. Acá viven más de 150.000 personas, de las cuales un 38 % pertenece al pueblo raizal, los verdaderos dueños de la isla. El resto son extranjeros, pañas como les dicen ellos, que vinieron del continente con la despiadada ansiedad de enriquecerse y traer el progreso. ¿Quién necesita el progreso cuando se está frente al paraíso?
Y a pesar de la falta de alcantarillado, de agua potable, de empleo, el raizal es una persona alegre. Me senté con Jackson y Efrén a tomar ron jamaiquino en un café y a escuchar zoka hasta que nos amaneció, frente a una laguna fumé marihuana toda una noche con unos rastas y tomé de un coco una rara mezcla de brandy con jugo de cereza. Me dieron su alegría, su fe ancestral y sobre todo el convencimiento de que a ellos de nada les sirve ser colombianos. Ellos quieren quedarse con su pedazo de tierra y sueñan con el día en que los pañas se lleven su ejército, sus armas, sus tiendas y los dejen como eran hasta hace menos de un siglo, desparpajadamente felices y puros en esa isla paradisiaca que se está hundiendo por el peso del progreso.
“Ni nicaragüenses ni colombianos”, San Andrés, un pequeño punto en medio del Caribe, quiere quitarse de encima la disputa de la Haya y aunque siguen atrapados en las dificultades, a pesar del esplendor natural, prefieren decidir sobre su destino entre ellos mismos, sin abogados ni litigios internacionales.