Tuve el gusto de recibir una avalancha de cajas con libros viejos de un pariente que, debido a la edad, tuvo que abandonar su casa amplia y reducirse a un espacio donde no le cabía su biblioteca. Así que me sumergí en el polvo (¿por qué será que los libros recogen tanto?) y me puse a repasar títulos y autores, con la felicidad de una niña que revisa láminas de un álbum: lo tengo, no lo tengo; este no lo he leído y siempre quise leerlo, este lo empecé y no lo terminé; este no puede faltar en ninguna casa; este es un bodrio, etc., etc.
Después de esa deliciosa selección, que no deja de ser una especie de psicoanálisis intelectual, me quedó un arrume inmenso, que ahora debo clasificar para que no permanezcan mucho en esas cajas de cartón donde pierden toda gracia. Además del trabajo que se me viene como aprendiz de bibliotecóloga también me quedaron dos reflexiones que les quiero compartir.
La primera, es constatar la agonía del texto impreso; ya pocas personas quieren llenarse de esos dinosaurios en riesgo de extinción. Las casas o apartamentos no tienen espacio, la gente que lee está aprendiendo a hacerlo de manera virtual, así no se ensucian las manos, ni se llenan de polvo y polillas las estanterías y el estatus intelectual no lo da un cuarto lleno de libros, sino de aparatos electrónicos.
Puede ser cierto, pero a quienes todavía nos soplan esos años de lectura física en el alma, el olor de un libro es irremplazable y sobre todo provocador. Ver en una estantería el volumen invita a cogerlo, a refrescar la memoria sobre su contenido o a meternos en nuevas aventuras. El texto virtual no tiene, para nuestra generación, la misma gracia que el volumen físico.
La segunda inquietud es más profunda; tiene que ver con la predominancia de la erudición de Occidente, en especial de Europa. En los muchísimos libros que repasé de mi pariente desplazado de su biblioteca, no encontré sino poquísimas expresiones de literatura indígena o de la historia ancestral de nuestros pueblos.
Es posible que una biblioteca más erudita o más especializada las tenga, pero en ésta que es la de un ciudadano culto del promedio, no había sino escasos temas relacionados con la historia de los indígenas o de los negros en Colombia o en América.
Encontré a Huasipungo, a los relatos del inca Garcilazo,
las novelas del negro Manuel Zapata Olivella y creo que tres o cuatro más,
que es una pobrísima muestra
Encontré a Huasipungo, a los relatos del inca Garcilazo, las novelas del negro Manuel Zapata Olivella y creo que tres o cuatro más, que es una pobrísima muestra frente a la avalancha de autores blancos, europeos, norteamericanos, o de nuestros países, pero también blancos.
Puede ser una muestra muy pequeña, pero es indicativa de la realidad, como las encuestas, que toman una foto de la situación.
Pues esta foto lo que muestra es que la historia de nuestros pueblos, los relatos de la dolorosa época colonial y aún de nuestro tiempo no son ni negros, ni indígenas. No hay literatura que narre la vida de estos pueblos y cuando la literatura no los narra, no existen para la historia.
Frente a esa tarea de acomodar en las bibliotecas a Ulises o Zaratrusta o los diálogos de Platón o las enseñanzas de Aristóteles, sería conveniente que se impulsara la investigación histórica y la producción literaria para darle voz a los pueblos olvidados y vapuleados.
Esta reflexión la compartí con Julián, un muchacho de origen Nasa que me ayudó en la escarbada de las cajas y que iba separando para sí mismo los libros que le interesaban: los de administración de empresas que es su carrera. Voy a hablarlo en el Cabildo, me prometió. Pero un cabildo solo no hace un verano.
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