Soy un hombre de izquierda, y por detestar las vías de hecho y toda manifestación de violencia los de extrema izquierda me podrán decir que soy tibio, o quizás un indiferente. Soy un hombre de izquierda, y a pesar de que defiendo el pacifismo y que creo en el poder del diálogo y la concertación, los de extrema derecha me podrán llamar “mamerto”, término abyecto para estigmatizar a los que no piensan como ellos. Siempre escribiré en aras de propiciar en muchos el espíritu de la reflexión y la prudencia, y no para darle gusto o despertar simpatías en los que aman los incendios políticos. Alguien tiene que hablar del tema, y aunque no soy el más indicado, porque no tengo la popularidad ni el liderazgo político para convocar en torno a este texto a millones de colombianos, en aras de la paz voy a hacerlo.
A lo largo de mi vida jamás había presenciado un escenario tan polarizado como el actual. Parece que estuviéramos inmersos en la década del cuarenta, en la alborada del “bogotazo” o en las secuelas odiosas del mismo. Colombia arde en pasiones violentas y en fanatismos desmesurados. Aquí huele a pólvora y una chispa incongruente, un magnicidio desafortunado y execrable puede detonar una tragedia. Por estos días hemos retrocedido en términos políticos setenta años: una sociedad no se teje a punta de injurias verbales ni retaliaciones, tampoco con mensajes de miedo y pesimismo, y menos con conatos de asonadas y levantamientos armados de uno y otro bando. Ese no es el camino. ¿O es que culminamos un proceso de paz para inaugurar otra guerra? En el mundo nadie entiende que los colombianos teniendo el país más hermoso del mundo, queramos seguir naufragando en este mar de odios y ánimos violentos. Les juro que yo tampoco lo entiendo. El camino, en cambio, son los argumentos razonados, la sensatez y el equilibrio frente a la dicotomía entre un lado y el otro: los extremos, nunca fueron buenos, y son el anverso y el reverso de la misma realidad, y esa realidad hace que en nuestra bandera el rojo sangre ocupe un espacio más ancho y mortal, así siempre ha sido y será si no invitamos la razón a nuestra casa.
Los últimos acontecimientos en Popayán, con Uribe como protagonista, y en Cúcuta con Petro confirman mis palabras. Es la ley del Talión versión colombiana en pleno siglo XXI: como quien dice, si a este le hacen esto, a aquél le haremos otro tanto, o peor. Pues ni los unos deberían lapidar al que tanto aborrecen, ni los otros querer matar al que les genera miedo e incertidumbre. Creo en la protesta civilizada, que no solo es un derecho, sino que también a veces es un deber. Por ende, el ciudadano puede y debe exigir justicia: en el marco del Derecho sí, pero por las vías de hecho no. Y en este sentido, estamos en un país democrático, donde existe la rama judicial que es la que en últimas investiga, procesa, interpreta y sentencia. Los insultos vulgarmente desbordados, las pretensiones de linchamientos o la justicia por la propia mano, corresponden a las hordas humanas que han perdido la razón, el sentido del orden y de la civilidad, y que no permite medir las consecuencias de los actos cometidos en medio de una ceguera desquiciada. Las lapidaciones, los linchamientos, no son actos de valor, sino de la más vil cobardía: todos se untan de sangre y nadie responde, todos matan y luego se lavan las manos.
A estas alturas de una efervescencia incandescente, los extremistas deben medir las consecuencias de su intolerancia vesánica, en nombre de sus hijos y de las futuras generaciones. Si la masa iracunda asesina a cualquier líder político de gran envergadura, se nos viene algo feo, y la institucionalidad y la gobernabilidad, ya tan deterioradas colapsarían. Ojalá los colombianos nos cansáramos alguna vez de la guerra, de la mezquindad, de ese extremismo y apasionamiento que nos caracteriza, donde ignoramos el equilibrio, la ecuanimidad, el respeto absoluto por el otro.
Como dije al principio soy de izquierda, pero primero soy un ser humano espiritual, y el Maestro me enseñó a perdonar, y a bendecir a los que me maldicen y amar a mis enemigos. Es absurdo que en un país de mayoría católica, y con multitudes de iglesias de confesión cristiana se respire la pestilencia del odio: o son falsos creyentes o nunca conocieron a Cristo. Yo mismo he perdonado a los asesinos de varios de mis familiares (dos hermanos, un cuñado, un tío, dos primos), por eso hablo con la autoridad de los que conocen el dolor de la guerra; pero también reconozco la liberación que genera la alegría de perdonar a los que nos hicieron tanto daño, y eso se llama inteligencia emocional y amor propio y empatía y don divino. El odio no destruye al otro, el odio me destruye.
Mi pluma de escritor no está al servicio mezquino de nadie, solo al servicio de lo que considero bueno y conveniente, pero principalmente estará siempre a disposición de la paz, por eso estas palabras son un SOS a los líderes políticos y a los medios de comunicación para que envíen mensajes que calmen a sus seguidores, y salven al país de una tragedia. Que el pueblo pueda decidir a conciencia y en completa calma en las urnas. Si quieren no lo hagan por ustedes, que suelen anteponer su mezquindad e inmediatismo: háganlo por sus hijos, por sus nietos… De lo contrario la patria boba que tiene ya doscientos años se convertirá en una patria brutalmente loca.