En estos días, por motivos profesionales, volví a leer María de Jorge Isaacs. Y como siempre ocurre con la buena literatura, descubrí en ella nuevos aspectos, volví a maravillarme con la maestría del autor para resolver la trama, construir los personajes, retratar de manera visual, colorida, sincera, las complejidades de un mundo perdido.
Es cierto que hoy abundan los lectores de la novela, pero también hay que reconocer que, en un país dado a los rótulos, María ha caído en una especie de limbo del cual resulta difícil sacarla, pese al trabajo exhaustivo de críticos y estudiosos. Conozco quienes, aún sin haber leído un solo párrafo, aseguran que “no les gusta”. Se trata de un melodrama lacrimoso, tedioso. Una historia de amor apta para señoritas del siglo diecinueve, una que otra beata, profesores de literatura. No para el público general, ávido de nuevas publicaciones, pendiente de los conceptos de la crítica mediática, ocupada casi siempre con las novedades. Incluso algunos dicen haberla olvidado, sin tener la menor intención de recordar lo consignado en esas páginas memorables.
Esto se debe en parte a un movimiento contrario a la novela que se dio por allá en los años ochenta, cuando algunos renombrados escritores se aplicaron a la tarea de criticar de manera negativa el trabajo de Isaacs, llegando incluso a las burlas. Otra de las razones, quizás la más poderosa, está en las clases de literatura de los colegios, que obligan a leerla a unos jóvenes sin la madurez necesaria para apreciarla y por ello la rechazan de plano, como es apenas lógico.
No se puede negar que la historia de amor de Efraín y María corresponde a la estética de otra época, y que en estos tiempos del amor libre, del erotismo desinhibido, tiene que disonar. Pero María es mucho más que eso. Me atrevería a decir que el romance de los dos adolescentes es apenas el pretexto para pintar, con los colores más increíbles, con una bella prosa, con rigor y maestría, el universo de los aristocráticos agricultores del Valle del Cauca, sus relaciones familiares, las relaciones con los colonos, aquellas entre amos y esclavos, el mundo de las pérdidas y la nostalgia. Todo ello en medio de un paisaje tan visual, que el lector llegará a creer que lo vive en tres dimensiones, superando las barreras del tiempo y el espacio con el fin de sumergirse en una forma de vida que dejó de ser. De esta última lectura me queda la impresión de haber navegado en champan río arriba por el Dagua, allí donde Isaacs habría de escribir la novela después del derrumbe económico familiar, el sitio en el que contrajo malaria, esa enfermedad que haría de él un hombre enfermo hasta el fin de sus días.
Cosa que no le impidió lograr otras hazañas, además de escribir una novela que lleva hasta el momento más de ciento cincuenta ediciones en todo el mundo, y de la cual no recibió un solo peso por concepto de derechos de autor. Porque Jorge Isaacs pasa de rico hacendado a ser un hombre que debe luchar por la subsistencia de su familia en medio las mayores penurias. Conservador, se convierte en masón y liberal radical, en defensor de los derechos de los indígenas, de los negros, de los artesanos, de los niños. Comerciante fracasado, fue también un político famoso por sus discursos apasionados en la Cámara de Representantes en favor de las libertades promulgadas por su partido. Educador, enfrentó la ira santa de la Iglesia al promover la educación laica, gratuita y obligatoria para niños y niñas. Fue creador de escuelas nocturnas en el Cauca, de escuelas ambulantes, de escuelas de agricultura con trabajo de campo. Aguerrido militar, participó en varias guerras civiles. Se desempeñó como diplomático en Chile y se atrevió a dar un golpe de estado en Antioquia, asunto que terminó con su carrera política.
Para comenzar otra. Enfermo, siempre enfermo, aquejado por las fiebres que en más de una oportunidad amenazaron con matarlo lejos de su familia, recorriendo el país de un extremo a otro a lomo de mula, en chalupa, en champán, de a pie, se dedicó a las exploraciones en la Costa Atlántica. Fue Isaacs quien alertó al gobierno de Rafael Núñez sobre la existencia de grandes depósitos de carbón en la Guajira. Es el Cerrejón que tantas posibilidades de desarrollo le ha aportado al país. Cavó tumbas, estudió las tribus indígenas, sus costumbres, sus conocimientos, sus lenguas, se enamoró de la belleza de sus mujeres, respetó a los chamanes, a los ancianos. En la búsqueda infatigable de un bienestar económico para su esposa y sus hijos, trató de explotar minas auríferas en el Tolima, lugar que le dio asilo a su pobreza gracias a la generosidad de Juan de Dios Restrepo. Pese a su expulsión de la vida pública, y al hecho de haber militado en bando contrario, mantuvo una bella amistad con Núñez, y siguió con los viajes a Bogotá hasta poco antes de su muerte, buscando que se le reconocieran los derechos de explotación de las minas de carbón en la Guajira.
Isaacs sufrió el rechazo y la incomprensión de muchos, la explotación de su novela, la persecución de la Iglesia, el destierro de su amado Valle del Cauca. Enfrentó la terrible malaria, la pobreza imbatible. Luchó por sus ideales hasta el último minuto, con coraje, sin dejarse amilanar por la adversidad. Vale la pena recordar esto para reconocer que se trata de uno de los grandes colombianos de todas las épocas.