La primera vez que Tiger Woods salió en televisión tenía dos años. Earl, su padre, un exmarine que peleó dos veces en Vietnam y que estaba obsesionado con la disciplina y el control, se había trazado la meta de que su hijo no sólo fuera el mejor golfista de todos los tiempos sino de convertirlo en el puente en el que uniera todas las razas. Era el regalo que le daba al mundo. A los dos años Tiger ya manejaba a la perfección el swing. Earl afirmaba que le pegaba a la pelota desde los ocho meses de nacido. A los 18 años era la promesa más grande del deporte mundial. Había roto todos los records en las categorías amateurs y Nike diseñaba una megamillonaria estrategia de marketing, basada en el color de su piel, para venderle zapatos a todo el orbe. En 1997, después de ganar el primer Master de Augusta, parecía que el chico iba a cumplir todas sus promesas.
Para llegar a tener el golpe más potente de la historia del golf, Tiger tuvo que sacrificar toda su vida personal. Novias, amigos, hasta el mismo estudio donde era un alumno brillante. Su capacidad de concentración se lo debía a un método que su papá había aprendido en el ejército. Tiger no se concentraba, se hacía autohipnósis. Por eso su tolerancia al dolor era inusitada. El Master de los Estados Unidos que ganó en el 2009 lo hizo con la pierna derecha rota. Desde el primer golpe pensó en retirarse. Su caddie le aconsejaba que lo hiciera porque podría poner en riesgo toda su carrera. No hizo caso, ganó mostrando el mejor golf de todos los tiempos. Lo hacía por Earl.
En el 2006, a los 76 años, el exmilitar perdía la batalla contra el cáncer. En los últimos dos años de su vida se había distanciado de su hijo quien decidió escaparse de su vigilancia asfixiante. Además Tiger no le perdonó el pasado, como las tardes en los campos de golf de California en donde, siendo un niño, tenía que quedarse afuera de la casa rodante que su papá usaba para atender una interminable fila de rubias expertas que acompañaban las tardes calurosas del exboina roja después del entrenamiento de su hijo. Tiger presenció las orgías y esto lo marcaría para siempre.
Tenía 32 años y se veía libre. La presencia imponente del tutor, tan absorvente y demandante como el papá de Mozart, ya no estaba, al igual que el genio de la música universal decidió vivir en unos pocos meses lo que no había vivido en su primera juventud. Las Vegas fue el lugar donde empezó a tener otra vida. Amigos como Michael Jordan, quienes pasaban sus fines de semana ahí, lo contactaron con agencias de acompañantes, las mejores, las más caras. A Tiger le dieron a escoger entre 16 jóvenes modelos, altas y rubias como las que atendía Earl en la casa rodante. Fue incapaz de elegir una así que llenó un cuarto de hotel en Las Vegas con 16 modelos. Se desató. En esa época estaba recién casado con Elin Nordegren, una espectacular modelo sueca con la que tuvo dos hijos. Seguía ganándolo todo, parecía invensible. Hasta que estalló el escándalo mayor. A mediados del 2009 el diario amarillista National Enquirer había publicado una serie de historias que lo relacionaban con la socialité newyorkina Rachel Uchitel. Elin no creía las habladurías del tabloide pero decidió averiguar por su cuenta y su esposo había estado con una larga lista de mujeres en los cuatro años que llevaban juntos. Rachel era sólo una más en la lista. En medio de la noche, cuando Woods ya estaba atiborrado de Vicodim, Valium, y todos los calmantes que usaba para mitigar el dolor que le causaban sus múltiples lesiones, Elin le reclamó, la respuesta del campeón fue tomar su camioneta, intentar escapar de la casa, con tan mala suerte que se chocó con el árbol de la entrada. Estados Unidos, ese país que disfruta tanto ver la caída de sus dioses, tuvo sólo un tema en los próximos dos años: destruir a Tiger.
Su adicción al sexo fue la comidilla de los diarios y algunos presidentes de clubes de golf como el de Augusta desahogaron el racismo, la rabia incubada porque un negrito cualquiera fuera el mejor jugador de ese deporte en su historia. Había acabado con la estela de campeones blancos. Tiger, mentalmente, no pudo con la presión y se hundió en un pozo depresivo que terminó en mayo del 2017 con su detención después de conducir con cinco tipos de droga en las venas. Estas imágenes, tan estremecedoras, no fueron otra cosa que el revulsivo que usaría para salir del hoyo
Estaba hecho un guiñapo físicamente, cuatro operaciones en la espalda, los ligamentos de su rodilla derecha destruida. Nadie puede moverse así haciendo un swing desde los 2 años y no pagar los resultados. Pero Tiger quería volver y lo hizo mejor que nunca. Pasó de ser una máquina implacablemente precisa que disfrutaba de humillar a sus rivales a ser un tipo amable, sonriente, que disfrutaba el juego. A los 43 años logró lo imposible: ganar el Master de Augusta, un hecho que los norteamericanos celebraron a rabiar. Nadie, ni el mismo, puede contra Tiger.