Juan Salvador Gaviota, un libro hermoso; Gaviota, la protagonista de una telenovela; la gaviota de los mares, de los poetas, de las canciones etc. Yo amaba las gaviotas por su connotación poética y marina, ya no, o ya no tanto, pues aún no asimilo una escena que presencié a una sola cuadra del Vaticano, muy cerca de la Basílica de San Pedro en Roma.
En Barcelona las había contemplado con ensoñación turística. Había seguido el curso dilatado y sereno de sus vuelos bajos o altos, la belleza de su plumaje, y la cercanía con los seres humanos. De hecho casi puedes rozarlas. Había contemplado sus ojos que remedan el poderío y la imponencia de las águilas. En Roma perdieron, desde mi perspectiva extranjera, el brillo, la majestuosidad, esa elegancia de aves destinadas a las alturas y a los vuelos acrobáticos, a los descensos milimétricos para cazar los peces que emergen de las aguas o que se hallan a escasa profundidad.
Pero en Roma y en otras ciudades costeras solo se distinguen de nuestros gallinazos por su color y belleza, pues son igual de carroñeras y se rebuscan entre las canecas de basura los desperdicios que abandonan los seres humanos. Me encontraba, como dije, solo a una cuadra del Vaticano, consumiendo en plena acera un plato de espaguetis a la italiana, cuando ¡zas!, una gaviota, de las que yo creía inofensivas, poéticas, y las que asociaba con lo bello y la poesía, ante mis ojos, delante de muchos testigos desciende en plena avenida y degüella a una paloma y luego la destripa.
A partir de ese momento caí en las nobles garras de la compasión. No me faltó sino llorar. En cambio, algunos turistas se reían y lo tomaban a chiste, filmaban la escena o tomaban fotografías. He sido amigo de las palomas. Durante cuatro años las alimenté en las calles de Medellín, durante un periodo de depresión y extravío mental en que una de mis pocas alegrías consistía en arrojarles cada mañana 5 kilos de maíz. Varias veces me he ganado insultos por alimentarlas. Por ejemplo, recuerdo una escena en pleno Parque de Santelmo en la ciudad de Buenos Aires. Algunas palomas hambrientas se atrevían a robarles el pan a los comensales de un restaurante al aire libre. Aquella tarde yo mismo estaba tomando el algo en ese lugar. Reuní no sé cuántas bolsas de panes y se los piqué a las palomas. Un hombre de rostro avinagrado va y me dice: "Che, boludo, pará, pará la joda, qué haces, no alimentés las ratas del aire". Estuve a punto de irme a los puños con el sujeto.
Se volvió una moda en varios países llamarlas las ratas del aire, pero yo las amo. Sé que para muchos estos es sensiblería, pero me conmovió la escena de la gaviota asesina y la paloma en Roma. Las gaviotas prefieren cazar palomas a buscar peces en el mar Mediterráneo que se encuentra a unos cuantos kilómetros de allí. No hay maldad en las gaviotas, ciertamente, es la cadena alimenticia. Pero así es la naturaleza, cruel, teniendo en cuenta que lo más violento, sanguinario, primario y salvaje lo hallamos en las entrañas del mal llamado ser humano. Para alcanzar la verdadera humanidad hay que hacer un largo recorrido: somos una especie carnicera, agresiva, destructora. El hombre es el rey de los depredadores y está poniendo en riesgo a miles de especies animales y vegetales en su afán y locura consumista. A propósito, la gaviota romana que alteró mi sensibilidad es un serafín al lado de muchos colombianos, violentos y asesinos, que degüellan a cada instante la paloma de la paz.