El ala más violenta de la oligarquía colombiana ha incrementado su poder, capitales, tierras e influencia política, a partir del fracaso de los acuerdos de paz de los últimos 60 años. En esa cómoda realidad viven, a ella se deben y por eso la vigilan celosamente, como perros guardianes contra todo el que contra ella se atreva.
Pareciera mentira esa afirmación sino fuera porque es una verdad que incomoda y se niegan a aceptar tercamente, armados hasta los dientes y un ejército de 500 mil hombres, no solo los que se han beneficiado de la continúa traición a todos los acuerdos de paz que se han acordado o pactado, sino quienes hoy se aferran como fervientes, aunque valientes y honestos, creyentes a lo único posible, una paz como la que siempre ha querido por ventajosa y conveniente, los que la han impuesto a medias, incompleta, miserable, humillante, moribunda.
Tampoco es cierto que ha existido una guerra civil declarada y total, que por la vía cruenta entre dos ejércitos y con millones de muertos y destrucción, como es una verdadera guerra civil, haya resuelto las contradicciones profundas acumuladas a lo largo de décadas. Por ahora no.
Ni guerra total ni paz completa, como si el péndulo de la historia se hubiera quedado paralizado después de la guerra de Independencia. Si se lee un poquito en los anales se encuentra que esa ha sido la tendencia, guerras civiles entre facciones que se disputaban el poder, post Independencia, y que finalizaron con armisticio y sometimiento a medias de los “perdedores”, con la firma de una paz condicionada, a medias y con una nueva carta Constitucional a la medida de los “vencedores”.
El anuncio de la II Marquetalia ha sido recibido con todo tipo de reacciones por la nueva profesión de pazólogos y opinólogos de todos los pelambres, incluido el que escribe, una de las raras ganancias del acuerdo que le permite a la izquierda (si se consiente) volver a discutir o despedazarse, según como se mire.
El sartal de ataques con que ha sido recibida la proclama de la nueva guerrilla, que realmente no es nueva, ya que lo que se está dando es una reconfiguración del conflicto, así como de sus principales actores, hace que muchos pierdan la cabeza y se salgan de casillas ante un nuevo escenario del conflicto que no se esperaban, ataques provistos de una carga de odio y veneno tal que está abriendo una herida cada vez más profunda.
La proclama de Márquez, Santrich y compañía solo ha recibido condenas y acusaciones que le hacen gala al leguleyismo tan característico de Colombia. Que se tiraron en el acuerdo de paz (sic), dejando de lado a los verdaderos responsables de la tragedia histórica del pueblo colombiano, que no ha sido otra que la tramposa y criminal oligarquía bipartidista y hoy mafiosa, sugiriendo incluso que los nuevos marquetalianos son los salvavidas de ésta.
Se les acusa de no haberse anunciado con una gran toma guerrillera ni disparar un tiro, un pecado imperdonable de la vieja guerrilla; de tomar una decisión “delirante”, dicho por sus excompañeros de lucha; que no hay “razones políticas” para volver a las armas, que “traicionaron” (sic) los acuerdos y a sus propios compañeros decididos a resistir heroica y estoicamente el exterminio e incumplimiento; que son una “banda más de narcotraficantes” y jamás “nueva guerrilla”; que fueron armados y protegidos en Venezuela por el presidente Nicolás Maduro, la mentira y excusa de siempre para agredir a la hermana nación; que están haciendo una pataleta; que son un grupito que “no entienden el momento” ni el contexto para esas nuevas aventuras; que “pelaron el cobre”, son los “falsos de siempre”; no les bajan ni de “enfermos mentales”.
¿Qué adjetivo no se ha usado para referirse a un acontecimiento que de alguna manera se veía venir, era previsible, a pesar del dolor y condena de los que lo critican con una estridencia y rabia inocultable?
Son un sartal de cosas emocionales y viscerales las que se han dicho, donde lo que va por delante, como se señaló, es el odio, la rabia y la condena, más que críticas fundadas en análisis serios que partan de argumentos sólidos y den cuenta, principalmente, de la historia detrás del fracaso repetido de los acuerdos de paz de los últimos 60 años, y quiénes cargan con esa responsabilidad; de discutir hasta dónde es legítima y justa una decisión tan fundamental, como la de regresar a las armas.
Lo que sí es claro es que no se trata de un grupito de jóvenes calenturientos que quieren irse al monte a jugar a la guerra, como irresponsablemente quieren muchos hacerlos ver, omitiendo que una cosa son los discursos y otra la historia. Donde el papel puede con todo, pero la historia es la única que da sorpresas, sobre todo a los que se dejan guiar por los sentimientos, en lugar de la razón y reflexión.
Se les condena frenéticamente como si lo único razonable y cuerdo en el gran pabellón psiquiátrico en que está sumida Colombia hace décadas, fuera aguantar y soportar el “lúcido” y “normal” exterminio, lento unas veces, a chorro otras, que ha propinado la oligarquía bipartidista a quienes se han atrevido a desafiarlas con las armas en la mano y exigirles que los dejen en paz, incluido el puñado de campesinos encabezados por Manuel Marulanda por allá en los años 50 y después en los 60s, en Marquetalia, donde no tuvieron que esperar que todo el pueblo estuviera detrás para ejercer el derecho a la rebelión y el levantamiento contra el verdugo.
No fue tras una reunión general del pueblo colombiano, que ese puñado de heroicos campesinos invocaron el derecho a la rebelión y fundaron un ejército revolucionario, que marcaría un antes y un después en la lucha por la paz, la dignidad, la tierra, y luego el socialismo en Colombia. Lo hicieron por una razón fundamental, para defender su vida, que es el mismo derecho a la paz, derecho violentado por todas las formas y medios en este país.
Esperemos no estar revisando la historia, ni tampoco negándola como desea con persistencia el partido de la guerra, el Centro Democrático, que es el que gobierna Colombia a través de su maniquea alianza con los sectores más reaccionarios, mafiosos y criminales
Olvidan quienes denostan con rabia en lugar de argumentos a los neo marquetalianos, a la única responsable histórica del desangre y conflicto, generación tras generación, enceguecidos pierden de vista que los levantamientos y rebeliones a lo largo de la historia de la humanidad casi siempre estuvieron iniciados por ese puñado de indignados que se atrevieron a desafiar al monarca, al tirano o el explotador; que un pueblo por sí solo, sin quien lo convoque a convertir la indignación en Revolución, a levantar la voz y la mano armada en defensa de su vida, sus derechos y la paz, no existe ni siquiera en la biblia.
La mayoría de los artículos y análisis que se refieren a la declaración de la II Marquetalia tienen en común fijar posición e influir en la opinión pública, para que ésta de buenas a primeras y animada por el sentimiento de rechazo o de aceptación, de odio o simpatía con el anuncio, de un paso hacia su constitución como movimiento de carácter nacional, democrático y decisorio en favor de la paz definitiva, completa, y duradera que no ha podido ser hasta ahora. Y asuma hoy, como no pudo hacerlo ayer, el apoyo a la poca paz alcanzada o traicionada.
Partamos de que un movimiento nacional mayoritario en favor de esa paz completa y definitiva, aún está por construirse. Allí radica el meollo del asunto. ¿Cómo romper el consenso mayoritario de las fuerzas de extrema derecha que se han opuesto históricamente a la paz y que además hoy gobiernan la nación? Esa es la pregunta que hay que resolver.
El movimiento en favor de la paz ha dado pasos sí, pero también ha retrocedido. Asumió casi solo la tarea de la lucha por el diálogo y la defensa de los acuerdos en su etapa previa a la firma, hizo grandes convocatorias y movilizaciones en el país, como el paro nacional agrario del 2013 que fue respondido con represión y decenas de muertos, heridos y encarcelados.
Buscó despertar las conciencias en apoyo a los diálogos y un acuerdo definitivo, pero la represión, macartización, su propia debilidad, su falta de claridad y cohesión, le impidieron trascender el límite de movimiento coyuntural conformado por activistas, aquellos que decidida y atrevidamente levantaron la bandera de los diálogos para alcanzar un acuerdo de paz.
Además, ese movimiento originario por la paz actuó en un contexto en que más de medio país seguía hipnotizado por el discurso de la guerra, discurso que se basa en el miedo, la mentira y la amenaza.
Ese miedo inoculado a lo largo de décadas desde matrices de opinión que ayudaron activamente a ello, junto a las mentiras difundidas asiduamente, tiene sumido más de medio país en la obediencia ciega a un discurso autoritario, que sigue como zapa pensando y preparando la guerra que no ha podido concluir.
Es el mismo fenómeno que impidió al derecho a la paz, el imperativo moral y constitucional de todo pueblo, ganar el apoyo de la mayoría en la campaña pedagógica en el plebiscito por el Sí del 2 de octubre de 2016.
Hay que dejarse de prejuicios o tapujos y decirlo con franqueza, quienes afirman anticipadamente el fracaso del anuncio de Iván Márquez, Santrich y compañía pierden de vista las particularidades de la historia de Colombia, olvidan que la historia sin ser un capricho personal o particular, está condicionada por las fuerzas y actores que la forjan.
En ellos no hay ingenuidad o carencia de conciencia política e histórica, su comportamiento es consecuente con lo que precisamente han dicho, sido y firmado, en ningún momento se dijo que había que cumplir y seguir a pie juntillas un acuerdo como parte, cuando la otra no lo hace.
Porque entonces no se estaría hablando de un acuerdo, sino de un sometimiento o una rendición que es muy diferente a lo que firmaron y cumplieron, y que incluso hasta hoy ciento cincuenta guerrilleros y guerrilleras han pagado con su propia vida, demostrando que es cierto que fueron formados en una disciplina militar y política donde el respeto por la palabra empeñada es un principio que, sin embargo, ante la traición, la amenaza de muerte, la cárcel o la extradición no tienen porqué seguir cumpliendo. Que se sepa no se firmó ir voluntariamente al cadalzo.
Nunca será acuerdo de paz ni pacto de partes aquel que solo cumple disciplinada y obedientemente, incluso a costa de su propia vida, solo una de las fracciones. Lo demás llámenlo como quieran, es lo de menos.