De cara al 2022 solo hay una certeza: el 13 de marzo se medirán los tres grandes bloques del espectro político. Por un lado, la izquierda representada en el Pacto Histórico, y por el otro, la derecha con el uribismo como punta de lanza. Casi que, por inercia, se ha ido configurando el centro como una especie de fuerza que repele discusivamente a “los extremos”. Es un centro indefinido pero interesante porque integra elementos de la izquierda y la derecha, tal vez por eso se ha convertido en un espacio en disputa y un leitmotiv potente. Esa disputa la ha buscado ganar la Coalición de la Esperanza en su intención de apropiárselo y presentarse como la opción “por fuera de los extremos”.
De ahí que no resulte extraño que a las huestes de la Coalición de la Esperanza terminé aterrizando Alejandro Gaviria, ya que su principal papel en la contienda, según afirmó en varios medios tras su mediática campaña de expectativa, consistirá en dotar el centro de “sentido programático” (lo que no hizo Fajardo en 2018) y contribuir a construir un “centro unificador”.
Ese protagonismo del centro (hasta dudando de su existencia) derivó en una especie de crisis de identidad en la derecha y la izquierda, pues algunos de sus principales representantes han insistido en desligarse de esas “calificaciones”; inclusive, confrontar la cuestión de izquierda o derecha se ha convertido en un activo discursivo muy utilizado, ya es un lugar común escuchar: “los problemas del país no son de derecha o izquierda”, “no se gobierna desde una ideología” o los recientes “no soy de izquierda” de Petro y “no soy de derecha” de Federico Gutiérrez.
¿Tiene sentido hablar de derecha o izquierda?
Al parecer, distribuir el espectro político entre izquierda y derecha, con sus matices (centro) y extremos, se ha convertido en una mera cuestión de politólogos y periodistas. Quienes no ven las fronteras difusas más allá de las posturas clásicas en torno a la relación entre la religión y el Estado, la garantía de derechos, la propiedad privada o el modelo económico. Es claro que la política es una cuestión de pragmatismo y en su afán para no cargar con lastres artificiales, los políticos se han venido alejando sistemáticamente de ese encasillamiento que los ciudadanos de a pie poco lo comprenden.
De fondo, subyace un importante debate sobre la forma de interpretar y comprender la política en los tiempos recientes, ausente de las cargas históricas más propias de la tradición política europea (Para El País, de España, Petro es el jefe de la izquierda y Duque es un mandatario de derecha) y asumiendo que nuestro anacrónico conflicto armado ha condicionado estructuralmente la manera de asimilar las identidades políticas; con una izquierda estigmatizada y una derecha construida desde una narrativa autoritaria.
Personalmente, considero que es conveniente precisar los alcances, limitaciones y particularidades de analizar el ejercicio de la política desde formas rígidas o poco flexibles, puede que los politólogos y periodistas solo estemos reforzando unas categorías desfasadas e inapropiadas para comprender la política en tiempos de desideologización y despolitización. Sin duda, es un debate que tenemos que dar.
Volviendo a la elección presidencial de 2022, así los principales candidatos resientan por qué los encuadren en la izquierda o la derecha, esa distinción sigue siendo adecuada para analizar las movidas que van confluyendo en la consolidación de los tres grandes bloques en disputa. ¿Cuál será su papel en la carrera por la Casa de Nariño?
Fico y Petro, una cuestión de pragmatismo
Si hay una condición estructural que caracterizará las discusiones de las próximas elecciones será la preeminencia de la antipolítica. Todas las encuestas coinciden en el hastío generalizado entre la gran mayoría de colombianos por los partidos políticos y las instituciones, consecuencia de los altos niveles de corrupción (la principal preocupación en el país según varias encuestas) y la impopularidad del gobierno (que en un país altamente presidencialista arrastra la percepción negativa a otras instituciones). Ese escenario es tierra fecunda para que emerja un outsider con un discurso antipolítico y arrasador.
Todavía no ha emergido ese outsider arrasador, pues todos los candidatos tienen un pasado en la política o conservan vasos comunicantes con el stablishment, algunos creerían que el outsider de la contienda será Rodolfo Hernández, un aspirante todavía muy desconocido en la periferia del país y que echa mano de la antipolítica en un agresivo discurso contra la clase política; sin embargo, su perfil se ajusta más, según mi criterio, al de un demagogo. Lo que si queda claro es que el estado de ánimo del país no está para que un candidato se posicione desde un partido o como defensor del statu quo, circunstancia que atrapó el casi tradicional hábito de definirse como de derecha o izquierda.
De ahí que Federico Gutiérrez, un político de derecha (solo hay que ver como gobernó en Medellín) y eventual candidato del uribismo, insista en su retórica electoral que “los problemas del país no son cuestión de izquierda o derecha” o que es un candidato independiente sin partido. De esa manera, el exalcalde evita que lo encasillen en una posición donde puede tocar techo, siendo degradado como el candidato del uribismo y del continuismo (es el candidato favorito de Duque). También le permite hacer énfasis en lo “programático” para asumir cierta identidad casual con el indefinido centro unificador (donde lo ve Alejandro Gaviria).
Para Petro, la distinción entre izquierda y derecha lo distrae en la consolidación de su giro pragmático (que inició en la segunda vuelta de 2018), así se evidenció en una reciente entrevista con El Tiempo cuando afirmó a rajatabla “no ser de izquierda”. El candidato no ve la política desde una dualidad que considera “anacrónica” y en su retórica electoral volvió a retomar la distinción entre la política de la vida y la política de la muerte que ya utilizó en 2018. Con política de la vida enmarca un amplio ideario progresista y con la política de la muerte caracteriza tanto al neoliberalismo económico como al conservadurismo social.
Así, Petro no fosiliza su programa en la izquierda (solo hay dos partidos propiamente de izquierda en el Pacto Histórico), se abre un espacio identitario entre los socialdemócratas (los liberales más de avanzada) y posiciona su perfil en el centro.
La derecha y la izquierda como cuestión electoral
En la elección presidencial de 2018 la distinción entre la izquierda y la derecha resultó más clara. El centro se invisibilizó al no participar en la consulta interpartidista. Fue una distinción más precisa en el entretiempo al balotaje porque se demostró que el centro es un espacio maleable y se dividió entre Petro y Duque (el voto el blanco se ubicó en sus proporciones históricas); sin embargo, las narrativas se exacerbaron en una intensa campaña de propaganda negra, utilizando el pasado guerrillero de Petro como caballito de batalla y su supuesta cercanía con Chávez como una amenaza del “comunismo internacional”, algo que se sumó al lastre de una izquierda que ha adquirido un sentido indistintamente asociado al conflicto armado.
Duque ganó la elección como el primer vagón de tracción de una porción del centro, la derecha y la extrema derecha. Pero en su gobierno se han erosionado algunos de los pilares que históricamente han caracterizaron el discurso de la derecha, siendo la seguridad la bandera más afectada. Así, se le abre una ventana de oportunidad a la izquierda para proponer un enfoque particular en un tema que parecía vedado exclusivamente a la derecha. Esa erosión y el desgaste del gobierno más impopular desde que existen registros podrían derivar en una elección más mediada por las propuestas (sin asumir identidades específicas) y sin el fantasma de las Farc o el castrochavismo.
En todo sentido, las de 2022 serán unas elecciones históricas y una oportunidad para ensar otras formas de comprender la política.