Hace algunos días la JEP reveló que, de acuerdo a sus investigaciones —(basadas en testimonios, reportes de bajas y corroboración in situ (fosas, cementerios, etc.)—, las cifras reales de los llamados “falsos positivos” sobrepasan los 6.400 casos. Casi el triple de los poco más de 2.000 que se venían manejando por la fiscalía y la justicia penal militar. Esto develando las verdaderas dimensiones de la macabra máquina de muerte que se echó a andar durante los 2 gobiernos de Álvaro Uribe Vélez.
"No quiero charcos, ¡quiero ríos de sangre!" eran las palabras de Mario Montoya, según testimonios de militares implicados en los hechos, como el del teniente coronel Álvaro Amórtegui (al comando del Conjunto Número 2 de Cali), quien reveló a través de un video y luego en una entrevista en Caracol Radio cómo era el estilo y las peticiones que realizaba el general durante su comandancia.
Allí contó un caso ocurrido cuando Amórtegui capturó a 17 hombres, quienes por petición de Montoya debían ser asesinados y luego hacerlos pasar por miembros de las Farc, poniéndoles unos brazaletes que él mismo iba a mandar. Según el teniente coronel, tras negarse a la solicitud de Montoya la reacción de este último fue intimidarlo diciendo: "Usted es un cobarde, me repugna". Luego de decir esto, le escupió las botas. Y para rematar, agregó: "Si le da miedo, vaya mate a un bobo o un loco, o sáquelos del anfiteatro".
Así pues, lo que se hace evidente es que Montoya no hacía estas exigencias porque un buen día se le ocurrió que la mejor manera de mostrar resultados operacionales contra la guerrilla era con muertos, sino motivado por presiones que venían más arriba de él y legitimado por el decreto 1400 del 2006, entre otras directivas anteriores y posteriores dadas por el ejecutivo (donde se especificaban recompensas económicas, entre otras prebendas, para los militares que produjeran bajas enemigas).
Así que los asesinatos como resultado sí eran una política de Estado, porque la normativa creaba toda clase de estímulos perversos a cuantas más muertes se produjeran. Además de esto, sin exigir investigar a profundidad las identidades de los asesinados, ni las circunstancias en las que se producían los hechos. Bastaba llenar un corto formulario relatando los supuestos combates.
Por todo el marco legal e institucional que amparó estos hechos, es posible inferir con bastante certeza que ni al presidente, ni a los ministros de Defensa de la época, ni a los altos mandos militares les interesaba en lo más mínimo conocer de dónde venían realmente los muertos.
Es de esta manera como pongo sobre la mesa la tesis central de este artículo: los llamados falsos positivos no son más que asesinatos de Estado, que derivaron en un genocidio en contra de colombianos inermes... porque decir ejecuciones extrajudiciales también es un eufemismo, si me preguntan, peor que el anterior. Además, porque da a entender dos cosas absolutamente erróneas: una, es que en Colombia hay ejecuciones judiciales, cuando no es así; y la otra es que los ejecutados debían algo y por eso los mataron, simplemente se ahorraron el juicio.
Es por lo anterior, y más ahora luego de que la JEP revelara las dimensiones dantescas de este aparato de muerte, que los sectores progresistas llamados a rescatar a este país de las garras de la barbarie deben dejar de usar el término de “ejecuciones extrajudiciales” cuando describen lo que les pasó a miles de familias en este país que hoy lloran a sus jóvenes; llamando a las cosas por su nombre, que no son otros que asesinatos de Estado y genocidio.