A mí me resulta sorprendente, pero es un hecho: hoy, como no sucedía, desde 1967, las mayores potencias del mundo están de acuerdo en que la única solución duradera al interminable conflicto en Palestina es la creación de un estado palestino independiente y plenamente soberano. Lo han dicho Joe Biden, Xi Jinping, Vladimir Putin, Mohamed bin Salman de Arabia Saudita, la Liga Árabe, además de un largo etcétera de lideres políticos internacionales. El único que se opone abiertamente, y encima con vehemencia, es Benjamín Netanyahu, quien en su artículo de fin de año en el Wall Street Journal, On three Prerequisites for Peace (25.12.2023), tuvo la desfachatez de proponer simple y llanamente la perpetuación del régimen político impuesto actualmente a los territorios palestinos ocupados por Israel desde la guerra de 1967. Un régimen de ocupación colonial, de mera autonomía administrativa y policial, que el primer ministro israelí encima pretende empeorar, mediante la aplicación de los tres requisitos propuestos: la destrucción de Hamás, la desmilitarización de la Franja de Gaza y desradicalización de la sociedad palestina.
El primer ministro israelí pretende empeorar la ocupación mediante tres requisitos: la destrucción de Hamás, la desmilitarización de la Franja de Gaza y desradicalización de la sociedad palestina
Los dos primeros requisitos son los objetivos explícitos de la actual ofensiva militar sobre Gaza, cuyo sangriento castigo a la población civil responde muy bien al objetivo de aniquilar a Hamás en cuanto representante político legítimo de dicha población y brazo armado de la misma. La “desradicalización de la sociedad palestina”, implica para Netanyahu imponer a Palestina un sistema educativo que, tanto en sus vertientes laicas como religiosas, destierre cualquier idea de independencia e incluso de pertenencia y orgullo nacional. Netanyahu cita en este punto el antecedente de la “desnazificación” de la Alemania Federal al final de la Segunda Guerra Mundial, pero a mí me ha recordado, en cambio, el programa educativo que Hitler quiso aplicar en la Polonia ocupada por sus ejércitos. El primero se proponía simplemente desterrar las ideas nazis sin poner en cuestión la existencia de Alemania, el segundo anular o neutralizar completamente los deseos y sentimientos de pertenencia y orgullo nacional de los polacos. “Los polacos deben aprender que nosotros somos superiores”, sentenció el canciller del Tercer Imperio Alemán.
Cabe añadir que, en los círculos de poder de Washington, de Londres y de Bruselas, domina el escepticismo con respecto a la posibilidad de realizar por fin la propuesta de los dos estados. “Es lo deseable”, me confesó un funcionario de la Unión Europea, “pero es imposible. Los asentamientos israelíes de las dos últimas décadas en Cisjordania y en Jerusalén Este, han creado una situación demográfica prácticamente irreversible”. Yo le respondí: “imposible solo para que quienes piensan que el estado palestino también sería teocrático y sometido a un régimen de apartheid como es actualmente el estado israelí. Pero no para quienes piensan que tendría ser un estado democrático en el que tengan igualdad de derechos y deberes todos sus ciudadanos, con independencia de sus convicciones políticas y creencias religiosas, su sexo y su raza”.