Aunque el sol no brille abundante ni irrumpa con sus rayos por entre la tarde, en diciembre no es habitual que llueva, tampoco lo es en este tiempo de adviento el largo, sordo silencio de los pájaros que hace pesado el crepúsculo; casi por completo ajeno a la pluralidad de cantos y al bullicio de los atardeceres en estos parajes alucinantes del trópico.
Por el color del aire y los tonos del día, a veces creo que voy por las aceras de otro diciembre que fue. O por los atardeceres pluviosos de agosto y sus crepúsculos rojizos como manchones de sangre en el ocaso, casi huérfano de la luz de los naranjos y tamarindos que matiza un patio poblado de lluvias rojas y la lumbre de un fogón de leña que espabila agonizante.
Pero no.
Estoy en las comarcas de un diciembre por el que aún no asoman en la levedad y limpidez de sus cielos, aquellas lunas voluptuosas derramándose como senos en las manos tibias de mis noches de otra edad; entre una niebla más gruesa y fría que las de otros diciembres, echando de menos el canto de nuevos pájaros, el estridor de las chicharras y el silbo de una salamandra confundida en la laberíntica noche de los tiempos.
Con un dejo de incertidumbre ante las señales nunca reveladas de un cielo a medio hacer guareciéndose en el agujero negro, infinito de la noche, mamá se ocupa diligente del final de una tarde que cabalga desbocada hacia los bosques de misteriosas criaturas que habitan la noche.
Como si quisiera pasar por alto los arcanos de la rotación de esta tierra, no tan ancha y sí ajena y en vía de extinción, que se resiste a sucumbir.
Y sobrevivir en la densidad de una memoria suficiente para rastrear atmosferas lejanas de otros diciembres, sus semejanzas con este que todavía se resiste a ser aquel luminoso y salvífico que se quedó en los anaqueles del corazón; en los sonidos titilantes de los pífanos y voladores de la niñería alborotada y risueña; en el olor a nochebuena que impregnaba las casas y esparcía por las calles un aroma a estrellas.
Transparente y ondeando desde el alba en un alisio suave y los colores de su reino de gasa y levedad, hoy diciembre se anunció: llegó risueño, silbando, y sin pedir permiso se fue adentrando por todos los recovecos de las casas de nuestro reino de bahareque y palma, abrió puertas y ventanas, miró los retratos que cuelgan en las paredes y les hizo un guiño de recordación de sus diciembres de antes de la eternidad.
Soy yo, Jesusita, pareció decir
cuando asomó por el jardín de emperatriz centenaria de mamá,
y pasó por entre las azucenas y begonias
Soy yo, Jesusita, pareció decir cuando asomó por el jardín de emperatriz centenaria de mamá, pasó por entre las azucenas y begonias, acarició con su soplo de colores encendidos las astromelias y se enredó entre ilusiones y setos de lluvia roja y heliotropos azules.
Era otra vez diciembre, a prueba de tiempo y soledades, el que asomaba y entraba cargado de palabras de otra edad; del viento manso de la nostalgia enredado en las manos infantiles de mis nietos, en el color del aire y el sonido del tiempo. Navegando en la aguamarina de los ojos de mamá; remontando el río de una infancia que no cesa:
¡Navidad!
Poeta
@CristoGarcia