Si a cualquiera le preguntaran desprevenidamente "qué conoce usted de turismo en el departamento de Nariño", con seguridad le responderían: el Santuario de las Lajas, declarado no hace mucho el más hermoso del mundo (no en vano Pasto se conocía como la capital teológica de Colombia); la laguna de La Cocha (posible fuente de agua potable para la ciudad, de cumplirse los requisitos ambientales y ecológicos para desarrollar un proyecto multipropósito); el volcán Galeras (uno de los más activos y enigmáticos del planeta) y Bocagrande, en la Costa Pacífica por allá cerca de Tumaco, donde bajo la luna plateada el mar borda luceros en el filo de la playa, como dijera Faustino Arias Reynel en la canción de su autoría que más elogiamos quienes lo conocemos, titulada "Noches de Bocagrande".
Pero aparte de estos lugares privilegiados por el turismo, existen recónditos parajes que los ojos acuciosos de un viajero podrían admirar, entre ellos el majestuoso enjambre de volcanes tocados con un gorro blanco que busca ser permanente, regalando el lanudo collar de su follaje y el vaporoso calor de sus aguas termales, sistema conformado por el Chiles, el Cumbal, el Azufral, y la porción colombiana del Cerro Negro, allá lindando la frontera con el Ecuador.
Quién no quedaría extasiado y al borde de un poema o de plasmar una pintura, al sumirse en los abruptos pliegues de Tajumbina, cerca de La Cruz del Mayo, por el norte de Nariño, degustando los cuyes más dorados y exóticos de la zona andina, y recibiendo en el lomo las cálidas aguas brotadas de la tierra con respeto a la caricia y al idilio?
O yendo hacia la costa, tras cruzar los parajes de la Nariz del Diablo en los que Guillermo Edmundo Chaves ubicara parte de la trama de su novela legendaria, Chambú, arribar a Barbacoas, cuna de la orfebrería nariñense, donde el oro alimenta la rusticidad de la existencia foránea y hacer añorar la riqueza extraída en el pasado por la ambición extranjera; y luego, en una lancha, o en un ‘potro’ fabricado con manos de esperanza, remontar la inquietud aparente del río Telembí, y entre mulatas de ébano y hercúleos negros dedicados al mazamorreo con el que extraen el metal precioso, adormecidos por el canto de los pájaros desembocar al río Patía, pensando en la bondad de los recursos hídricos del departamento, capaces de producir energía suficiente para abastecer al país entero, de implementarse toda la infraestructura.
Aquí valdría la pena acampar sobre las aguas para acreditar la diversidad de relatos y leyendas, como la aparición del Riviel o de cualquier otro fantasma de los mencionados en la zona, para que luego, aferrados a la vida, llegar a Bocas de Satinga por un Océano Pacífico descarriado en el peligro de las olas, y ya en Tumaco, ser recibidos por la algarabía y la franqueza de sus habitantes, que tratan de alcanzar el desarrollo y el progreso que el centralismo siempre les ha impedido.
Los trapiches de Sandoná, población situada al occidente por la circunvalar que rodea al Volcán Galeras, y sus sombreros de paja toquilla, harían brotar la instantánea sed por el guarapo que destila la panela, y hasta el deseo por desarrollar industrialmente una producción que mantiene el encanto de la explotación casera, pero que aun así ha llegado a satisfacer el paladar de al menos un millón de japoneses.
Y qué decir de las tortillas de harina de Pilcuán o de los platillos de sabor autóctono que por allí se venden; del pollo cocido y luego frito, cuyo sabor no podría conseguirse mejor en ninguna parte de la vía existente entre Alaska y la Patagonia; del frito saltarín y apresurado que cualquiera devora sin recato frente a las drasticidades de una higiene puesta en vela por el polvo de un congestionado camino, en el que se detienen todos los vehículos que van o que regresan de su viaje a Ipiales o de cualquiera de las poblaciones del sur del departamento, incluida Túquerres, cuna de muchos intelectuales y uno de los lugares más altos de Colombia, donde la revolución de los Clavijos escasamente promocionada por el oportunismo de la historia, se adelantó a los afanes independentistas de la que sería la patria, incluido el movimiento de Galán y sus famosos comuneros.
Cómo no explotar en volutas de alegría en las fiestas patronales de San Pablo a mediados de agosto, cuando el norte de la comarca se embriaga de música y folclor, y el ritmo de La Guaneña, ese otro himno nariñense, se desboca por los campos emulando la histeria colectiva de los Carnavales de Enero, cuando blancos y negros se olvidan por unos días de su raza, su política o sus credos.
O si van a Santa Rosa, o a Belén, o a Tangua; si arriban al Rosario, al Tablón o a Aponte; si pernoctan en Policarpa, Cumbitara o El Diviso; si lo hacen en Carlosama, Sotomayor o Samaniego, no comprender en cualquiera de estos parajes el mágico realismo de sus inventores empeñados en buscar la fuente de la juventud eterna; el de los maletines de cuero y los balones encontrados en Venezuela con el sello Made in USA; el de los resguardos indígenas refundidos más allá de las montañas recreándose en su juego autóctono de chaza, cucunabá, o incluso fútbol, mientras se atiborran del chancuco embriagador que ellos mismos preparan; el de la epopeya realizada por los conquistadores y luego por los libertadores y aventureros de todas las raigambres, que destazaron la cordillera para asentar sus fundos en la Ciudad Perdida, ubicada tal vez por las cercanías de Madrigal o Policarpa; o el de la inverosímil labor de un ciego y paralítico que viaja mentalmente por el aire, para curar enfermos, arreglar entuertos, y ejercer a plenitud sus dotes de adivino.
Nariño no solo es La Cocha, ni Las Lajas, ni el Galeras, ni el Carnaval promocionado de principios de enero, ni el lema ya trillado de ser la región donde empieza Colombia, ni aquella donde habita la ingenuidad, la lentitud, o los amagos infundados de la resignación y la pobreza.
Nariño es un múltiple retazo de ensueños donde habita y labora una raza que no ha vendido aun los ideales, y que ha esperado el tiempo suficiente para señalar que tiene historia, infinitos recursos en su naturaleza, poetas e industriales; dirigentes y esforzados deportistas; técnicos y artistas; y toda una gama de baluartes que aspiran y que esperan una oportunidad sobre la tierra, para que su leyenda sea reconocida.
Sometida al exterminio de las guerras maniqueas que intentaban abolir las cadenas de un sometimiento forjado por la inclemencia de los hombres, la raza nariñense debió levantarse de entre sus cenizas para abolir los decretos del destierro y del olvido con la que fue juzgada por los vencedores de una contienda sanguinaria que se cuenta parcialmente. Debieron levantar cada día la fuerza de su músculo y de su pensamiento para informar que todavía existimos, sufrimos y luchamos, y que este recodo de la tierra que conforma la curva exterior del mapa, en cuyas cercanías se aviene la mitad del mundo, está hecho con la magia de paisajes todavía no descritos, de historias olvidadas o nunca recogidas que transmiten costumbres milenarias pisoteadas por el afán de la codicia. También, de gentes que construyen sus silencios y la magnificencia de sus alegrías, con retazos del maderamen que les provee la tierra, con la imaginación de sus creadores que caminan la placidez de un seguro anonimato y con la fuerza de un espíritu que se niega a los olvidos, porque tiene la certeza de que el futuro habrá de convertirse en una puerta enorme por la que entre la objetividad de la historia, en la que el progreso integral y humanista sea la respuesta a los años de apartamiento y de olvido, con que quiso condenarla la entendible y humana soberbia de los emancipadores.