Así como Colombia ha tenido el triste honor de ser una potencia mundial para la producción de drogas ilícitas y de contar con el área más grande del mundo sembrada con cultivos de coca —alcanzando las 171.000 hectáreas en diciembre de 2017, que representan el 70% de la coca de todo el planeta, según datos de la época del sistema integrado de monitoreo de cultivos ilícitos (SIMCI)—, también ha tenido avances notables, tanto en su erradicación manual como química.
No obstante los avances que ha tenido el país en materia de erradicación de cultivos, no ha sido capaz de superar la capacidad operativa y financiera de las mafias del narcotráfico para resembrar. Cito como ejemplo a Antioquia, en donde hemos tenido incremento de áreas cultivadas con coca por encima del 250% en un solo año a pesar de haber tenido cifras récord en materia de erradicación. Parece una carrera entre una tortuga y una liebre.
En tales circunstancias es indiscutible que la batalla de los narcocultivos la está ganando la ilegalidad; que los métodos socorridos por la institucionalidad no han funcionado, razón por la cual se puede afirmar que es necesario cambiar de manera radical las estrategias de combate.
Los cultivos ilícitos existen porque hay una lógica económica y productiva que los hace posibles y de cierta manera competitivos. Si los queremos sustituir se hace necesario comprender esa lógica y proponer, no solo cambio de cultivos, sino un cambio radical de sistemas productivos en las áreas de cultivos, que impliquen cultivos competitivos en el mercado internacional, capacidad de transformación y valor agregado, métodos de financiación anticipada de las cosechas, asistencia técnica e infraestructura.
Esta combinación virtuosa es la que yo denominaría sistemas productivos alternativos capaces de competir con una empresa criminal en cuya esencia hay una racionalidad económica que no hemos podido comprender y la cual no será erradicada a punta de glifosato.