El viernes primero en la mañana, acudí al servicio de urgencias de Sanitas, en Puente Aranda, afectado por un problema de salud que no podía esperar hasta la cita que me dieron para el doce. El joven médico al que le correspondió entrevistarme inicialmente, dio visto bueno a la urgencia, me ordenó una inyección, y unos exámenes cuyo resultado leería otra profesional dos horas más tarde. Necesita hospitalización inmediata, dictaminó ella.
Rato después iba acostado en una ambulancia con destino a la clínica donde me atenderían. A veces oía la sirena que pedía paso en medio del tráfico de la hora más pesada. Tras llegar, y con diligente prisa, terminé tendido en la primera de las cuatro camas del pabellón, en el segundo piso, justo en la hora del cambio de turno, en medio de enfermeras y profesionales médicos que salían a descansar y los que se harían cargo de todo en adelante.
A mi izquierda, una pared de ventanas de vidrios negros me permitía ver a la perfección la avenida, con su comercio en la acera del frente, además del tráfico automotor y los movimientos de la gente, ya fuera abordando vehículos o descendiendo de ellos, conversando, pasando en bicicletas o esperando su ruta de transporte. Un televisor elevado a los pies de mi cama ofrecía todos los canales públicos, más los infaltables Caracol y RCN, como distracción.
Cada cama estaba separada de las otras por un vidrio opaco de buen grosor que llegaba hasta unos centímetros más allá de sus pies, dejando un buen espacio como corredor, por el que podía transitar con libertad el personal médico y de aseo. En la cabecera de cada cama había varios aparatos electrónicos que seguían los signos vitales de los pacientes. Estos, como constaté después, eran todos personas de la tercera edad, en las que de pronto me descubrí incluido.
El sorprendente cambio de situación, unido al sonido de los televisores en otras camas, las conversaciones entre pacientes y acompañantes o del personal médico con unos y otros no me facilitaron dormir la primera noche, sumado a que debía pararme a orinar cada cierto tiempo, para lo cual debía llamar la enfermera que me desconectaba y conectaba el suero. En el día decidí leer y seguir noticias en mi teléfono. Algo había que hacer para pasar el tiempo.
Por decisión administrativa, la segunda noche fui trasladado al quinto piso, a un pabellón idéntico, aunque no me correspondió la ventana. A mi derecha, un enfermero joven se encargaba de acompañar a un anciano de edad incalculable, un hombre de piel blanca con tono amarillento, que apenas podía respirar con el oxígeno que tenía conectado, manteniendo la boca abierta en gesto angustioso. Otros dos hombres que debían rondar los ochenta años completaban el grupo.
Desde mi cama, entre televisores a buen volumen, oía las conversaciones que tenían lugar en las demás. Por las menciones de ganado y cultivos de caña supe que los de mi izquierda provenían del campo. Lo que oía a mi derecha tenía otra naturaleza, y diré que logró conmoverme hasta los cimientos. Una hija del anciano relevó al enfermero nocturno. Debía tener un poco más de sesenta años y era delgada, alta, de cabellos grises y ojos hermosamente azules.
Su padre no podía hablar, jamás emitía palabra alguna, pero ella, quizás cómo, era capaz de oírlo y responderle siempre lo justo con singular afecto
Su padre no podía hablar, jamás emitía palabra alguna, pero ella, quizás cómo, era capaz de oírlo y responderle siempre lo justo con singular afecto. Por su diálogo matinal con la internista me percaté de la situación. Un enfermo terminal, que en cualquier momento podía entrar en paro cardio respiratorio. La doctora, en síntesis, explicaba por qué lo mejor era dejarlo descansar, suministrándole apenas lo necesario para evitarle el mínimo dolor.
La hija, con voz afligida, asentía y pedía permiso para que sus hermanos pudieran entrar a verlo y despedirse, incluso traer un sacerdote. Después, ya a solas con su padre, le hablaba, lo tranquilizaba, lo mimaba, le preguntaba si recordaba cuando ella se sentaba en sus piernas y él peinaba sus cabellos, o cuando estuvieron en este u otro lugar, siempre con una ternura infinita. Le arrimaba a una oreja el teléfono en alta voz, para que pudiera escuchar las expresiones de amor de su familia.
Al pasar para el baño los veía. El anciano, estirado completamente y con su cabeza echada atrás, apenas movía con dificultad los ojos, mientras ella mantenía los suyos inundados en lágrimas. Sufrí por ellos. Hubo momentos en los que sentí quebrarme. Tras aquella pared de vidrio se vivía el fin de una larguísima historia. Cuando al tercer día me dieron de alta, decidí entrar ahí a darle un abrazo a la mujer. Es usted un ángel, le dije, Dios sabrá recompensarla.
Me prometí exaltar la grandeza de esa alma femenina. Y la de tantas mujeres como ella, que anónimamente pasan por dramas semejantes.