En el caso del asesinato de alias Orejas en Popayán a manos de un escolta quedan retratados a la perfección varios flagelos que afectan a nuestra sociedad: la inseguridad, la intolerancia, la impunidad y la justicia por mano propia.
Orejas era un típico delincuente de calle, viejo conocido de las autoridades, siempre vinculado a hurtos menores y atracos con arma blanca. Acumulaba un rosario de capturas y retornos a la calle. Y, como cualquiera de su oficio, gastaba su vida rastreando la oportunidad. La encontró hace unos días en el interior de un vehículo parqueado en las calles aledañas al edificio de Villamarista, cerca de los juzgados. Un chaleco antibalas como un sol. Sin duda, un gran botín. Se buscó la manera de abrir el carro, tomar la prenda y escapar. Orejas se sentía dichoso aquel día. No le debe haber costado mucho encontrar un nuevo dueño para el chaleco cuyo legítimo propietario era un escolta adscrito a la Unidad Nacional de Protección.
Pero claro, “no hay nada oculto que no haya de ser manifiesto, ni secreto que no haya de ser conocido y salga a la luz”, dice el evangelio. Y menos hoy en día, con cámaras de seguridad en cada esquina. Más en el mundo de la delincuencia, si se indaga en las fuentes apropiadas, si se conoce a algún bandido delator o un policía bien enterado. El escolta entonces preguntó aquí y allá, hizo sus averiguaciones y finalmente dio con el temerario caco: alias Orejas, que nunca llegó a sospechar que aquel día en que se encontró ese chaleco como caído del cielo no era el día de su suerte, y que con la misma mano que le echaba encima, rubricaba su sentencia de muerte.
Cuando una persona es víctima de robo, la primera impresión es una especie de susto. Quien encuentra el vacío donde antes estaba su moto o su carro queda en shock. Luego, lentamente empieza a emerger, como un gran fuego interno, la ira, una necesidad salvaje de encontrar al culpable. La mayoría de las veces tiene que reprimir la rabia porque no hay manera de dar con el delincuente ni recuperar nada. Pero en este caso, el escolta tiene sus recursos y sigue día tras día alimentando el furor de la venganza hasta que alguien le señala al culpable de su desdicha. Lo encuentra en el Alfonso López. Lo encara y le exige la devolución. Orejas tal vez se niega, o quizás promete algo que no va cumplir mientras recibe el primer disparo.
Desde el pavimento ardiente de la Calle Trece, con la boca llena de polvo, contempla por última vez a su verdugo y entiende que es el fin. El segundo tiro lo sume en un letargo y alcanza a ver las botas del escolta subiendo a la camioneta blanca. Luego el ruido del motor que se aleja. La última imagen del mundo es una línea larga, pies que se aproximan y el chirrido de los frenos.