Se bajan del avión y a los dos días ya son hinchas acérrimos de Boca, River, All Boys o Ferrocarril Oeste. El equipo varía dependiendo del gusto que tengan los argentinos con quienes parchen. Una vez salen de Ezeiza ocurre la transformación. El muisca comienza a tener un pasado italiano, sus ancestros no vivieron en el altiplano sino que descendieron de los barcos escapando de las hambrunas europeas de finales del siglo XIX. He sido testigo de esa metamorfosis: la piel se les aclara, crecen diez centímetros, la nariz se vuelve respingada y finita y el acento, sobre todo el acento, adquiere todos los matices de la porteñidad.
Si, sabemos que Bogotá a sus 2.600 metros de altura y su frío perpetuo nunca podrá ser tan cool como Baires, que jamás tendrá sus edificios de balcones franceses, ni sus avenidas que se proyectan al infinito. ¿Pero es justo despersonalizarse tanto? Los he visto andar por las callecitas empedradas de San Telmo con el termo debajo del brazo y un mate estorbándoles en las manos, encartados y entusiastas, bebiendo el amargo e hirviente laxante cuyo gusto solo entienden los oriundos del río de la Plata y por supuesto ellos, sus poco agraciados descendientes.
Vienen y pagan unas matrículas carísimas en la universidad del cine alentados porque el video de la primera comunión de la hermanita menor les quedó muy bonito. Entonces, sin haber visto jamás una película en blanco y negro, se metamorfosean en cineastas. Se dejan la chivera, se compran una boina y una pipa y se convierten al peronismo y a la iglesia maradoniana. Los que en la década pasada eran uribistas en Colombia acá se hacen marxistas a la brava.
Y lo peor es que están en todas partes: fumando marihuana en el parque Lezama, destrabándose con las misteriosas formas de las cúpulas de una iglesia ortodoxa, juntando moneditas en el subte, cantando canciones en el colectivo o atragantándose de empanadas en Almagro. Pero por lo general vienen a estudiar. Gracias al saqueo de los gobiernos de Menem y De la Rúa, el bogotano de clase media pudo cumplir su sueño de enviar a su hijo a estudiar a la París Sudaka. Algunos se inscriben en la Universidad de Palermo gracias a que este garaje auspició durante muchos años a los Simpsons y por ese motivo los hípsteres capitalinos pagan unas sumas altísimas creyendo que están en un incomparable centro del saber. No importa si es diseño, arte, culinaria o administración, lo importante es estar acá y hablar con el mejor acento que puede tener un joven rolo: el acento porteño.
Mientras los bonaerenses son amables, atentos y curiosos, los jóvenes cachacos por lo general cuando están fuera de la égida opresiva del padre son altaneros, soberbios y agrandados. Estar en la diáspora los transforma inmediatamente en genios incomprendidos, en perseguidos políticos y juran, una y otra vez, que jamás volverán a las tierras despreciadas por Lope de Aguirre, donde la gente todavía usa el taparrabo como prenda exclusiva para ir a cocteles.
Otros, a pesar de que llevan años acá, la ciudad les parece demasiado vieja y sucia y se cansan de zigzaguear en los andenes para esquivar las innumerables bombas de mierda que deja la noche. Extrañan la limpieza fascistoide y moderna del norte bogotano. Les aburre que en los colectivos y kioskos se escuche a los Redonditos, Almendra o Manal y no la bullaranga inmamable de un Silvestre Dangond o Pipe Bueno. Acusan a las mujeres argentinas de ser poco femeninas solo porque no están operadas y no se maquillan.
Los que vienen de la Atenas Suramericana no son tan cultos como ellos creen. Al menos no leen y eso me consta. Durante un tiempo considerable fui el encargado de una librería en pleno corazón de la Recoleta. Al lugar llegaron brasileros, bolivianos, japoneses, marfileños, jamaiquinos, australianos, ecuatorianos, gente de todas partes; la única vez que atendí a un colombiano fue cuando una señora, debidamente maquillada y forrada en un suntuoso abrigo de piel, me preguntó por la biografía del gran Silvio Berlusconi. De resto ningún compatriota pisó el local y eso que tenía fama de ser la librería más importante de Buenos Aires. Los rolos le deben toda su cultura no a la lectura sino a su extraordinaria capacidad para mimetizarse: Zelig debió haber nacido en el Chicó.
Y cumplidos cuatro años perdiendo el tiempo en la Argentina, empacan sus maletas y regresan con un diploma en una mano y un mate en la otra. Muchos, con suerte, logran encontrar una chambita haciendo publicidad o en estériles talleres de cine. Los recuerdos se irán borrando y lo único que perdurará, durante meses, será el acento argentino. La porteñidad se disolverá dos años después cuando Papá los mande a Madrid a hacer su respectivo doctorado.
Son tan ridículos y tiernos que es imposible no amarlos.