Siempre nos lo dijeron. Siempre nos convencieron que la vida en las urbes era una vida con altas inspiraciones, grandes oportunidades para el ascenso en la pirámide social. Nos llenaron la cabeza con la idea que las ciudades, polos de desarrollo y centros de consumismo es el mejor nicho de “evolución”, que los que habitan allí son más dignos que los que trabajan entre montañas, los de las urbes catalogados como “ciudadanos” están por encima de campesinos titulados como “forasteros territoriales”.
Se vendió la imagen que la vida soñada está en la ciudad, que donde hay trabajo es allá y que el campo tan solo es la esfera de los marginados, desafortunados y miserables del país. Imagen y creencia que ha sido producto del constante mimetismo e isomorfismo en que Colombia ha cimentado su identidad.
Hacia los años 50, gracias a las recomendaciones de la Misión Currie, se da la prácticamente obligada migración rural-urbana para lograr el desarrollo industrial del país y, por consiguiente, el progreso social. Tanto fue el convencimiento que este sería el camino hacia el crecimiento y cúmulo de capital, que la Violencia fue usada como Política de Estado para obligar a migrar y desterrar a como dé lugar a los campesinos de sus tierras, origen, historia, parcelas y conducirlos a la tenebrosa selva de cemento: la ciudad; sin derecho ni mínima oportunidad a elegir su propio destino, a decidir de qué forma y en qué lugar querían vivir…
Ahora a 2020, en este lapsus del COVID-19 en que la cuarentena más que una medida de prevención y protección, es claro hecho de privilegio de clase y desigualdad social. Nos encontramos en el duro dilema neoliberal de cómo mantener el capital sin ejercer trabajo; aquí la preocupación de más del 65% de los colombianos que tienen trabajo informal, el colombiano de a pie, no es quedar contagiado por el coronavirus, es cómo sobrevivirá junto a sus hijos este tiempo de incertidumbre cuarentena. Algunos se van a confinamiento con despensas repletas de alimentos a encerrarse a comer; otros van a confinamiento con hambre y otros tantos con hambre y sin techo, viven del alquiler que pueden pagar con lo que se hacen a diario y en cuarentena, ni trabajo, ni diario, ni alquiler ni comida quedando a las caridades del Estado.
Pero la pregunta es… ¿en tiempos de crisis, cómo sobrevivir ante tal sistema estatal y capitalista que hace dependiente nuestro consumo para subsistir? La respuesta: retornar, “la autogestión es el camino”. Ante esta coyuntura la vida en la ciudad no se hace tan atractiva como nos la pintaron, no hay tantas oportunidades como lo prometieron; por el contrario, se convierte en un laboratorio que experimenta quienes de la especie humana han mutado mejor en el imperio capitalista para sobrevivir la expansión de una pandemia, quienes son merecedores de seguir viviendo tras el paso de una cuarentena; y es aquí, en que el campo, el agro puede ser la salvación.
No, no se trata de ahora forjar una migración urbano-rural, se trata de hacer memoria de lo que enseñaron nuestros campesinos, acudir a las prácticas rurales del arduo trabajo con la tierra e interiorizar y hacer bandera el territorio colectivo. La constante búsqueda hacia la soberanía alimentaria.
Nada más revolucionario que vivir de la tierra, que ser los productores de lo que consumimos y, para evitar algo así como otra crisis de salud pública, suprimamos los químicos y transgénicos en los sembrados que silenciosamente nos están envenenando, a nosotros como humanos y al ecosistema del que somos parte. “Yo sé que mi tierrita no me deja morir”, han sido las sabias y creyentes palabras de miles de campesinos olvidados y desterrados. Palabras que buscan resonar y llamar a quienes no han tenido ni voz ni rostro, a ese 65% de trabajadores informales alienados y enajenados por las voracidades del mercado.
Es el llamado de la Tierra. Retornar a las labores del campo que nos hicieron creer retrasadas, depender de la riqueza del suelo, de la bondad de la Pachamama —como lo replican nuestros ancestros—. Aprender que nuestras armas deben ser una pica, una pala, un rastrillo y azadón; nuestro credo, la fertilidad de la tierra, nuestro rezo, la lluvia que ampara maizales, café y plataneras. La insignia: soberanía alimentaria. El camino, la autogestión. Nuestro retorno literalmente a las raíces.