Nada de ser el mejor
Opinión

Nada de ser el mejor

Por:
diciembre 23, 2013
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Mi pequeño sobrino tiene cuatro años y cruza por la etapa de la vida en la que, quienes lo cuidan y rodean, moldean su personalidad e introducen en su mente las ideas que luego el asumirá como suyas y terminará transmitiendo a sus hijos.

Ya le han enseñado, por ejemplo, en qué dios es correcto creer, qué palabras debe evitar y quienes son los buenos.

Pero hay una historia que yo quisiera contarle para asumir la cuota de adoctrinamiento que, en virtud de mi categoría de tío amoroso, me corresponde.

Desde que yo tenía su edad, mi padre —su abuelo—,  quien pese a ser católico confeso y militante del Partido Conservador era un hombre bueno, comenzó a inculcarme un mensaje que a primera vista siempre me pareció admirable. El hombre decía: “No importa qué oficio elijas, lo importante es que seas el mejor. ¿Elegiste ser zapatero? ¡Pues lo importante es que seas el mejor zapatero del mundo!”

Y fue esa generosa intención suya de ponerme en el camino de ser el mejor, la que me llevó a estudiar al prestigioso Colegio de San Ignacio, la casa educativa de los Jesuitas en Medellín, donde estaban completamente de acuerdo con su visión de la vida. Tanto que hasta su himno estaba (está) marcado por la imperiosa búsqueda de la excelencia:

“(…)

la religión, la patria,
la dicha del hogar,
y el deber es en la vida,
o morir, o morir, o triunfar.

(…)”

¡La cosa venía en serio! Ya no solo ser el mejor era la meta sino que la única opción digna a no serlo era la muerte.

Y debo decir que la mayoría de los profesores del colegio cumplieron bien su doble tarea: la de ofrecernos una formación académica de alta calidad que todavía hoy agradezco y la de repetirnos que esa formación tenía una sola utilidad, la de que cada uno de nosotros se convirtiera en el mejor de su campo profesional.

Y fue ahí donde la cosa comenzó a resquebrajarse por un elemental principio matemático.

A menos que cada uno de los estudiantes del curso eligiera una profesión diferente, la posibilidad de que todos fuéramos el mejor, estaba aritmética y filosóficamente descartada. Si dos elegían ser arquitectos, quedaba claro que solo uno podría ser el mejor y el otro, siendo optimistas, únicamente podría aspirar al segundo lugar, lo que en la matemática ignaciana equivalía al fracaso.

El mejor es uno solo y en esa singularidad del concepto reside su perversidad.

Lanzarse a ser el mejor, es inscribirse en una carrera donde solo uno sube el podio y el resto pierde. Y esa, desde mi punto de vista, es una meta indefendible, sobre todo cuando, no pocas veces, el ascenso a la cima requiere desplazar a los contrincantes o simplemente ¡ver a los pares como contrincantes!

Decidir ser el mejor, y esto es lo que quisiera decirle a mi sobrino, es una trampa que casi siempre conduce a la decepción. Si tuviera los superpoderes de Dios (lástima que ni los unos ni el otro existan) el camino que elegiría para ti —le diría— nunca sería el de hacerte el mejor. Sería el de hacerte, elijas el oficio que elijas, uno de los más felices.

Acepto que la felicidad es un etéreo de difícil definición y que la idoneidad en un oficio es un requisito sine qua non para alcanzar la dicha ejerciéndolo. Sin embargo mi punto —querido sobrino, si me lees algún día— es que debemos apuntar a ser felices y no a ser los mejores.

He visto a muchos que optaron por ser los mejores y hoy son (pese a haberlo conseguido en no pocos casos) profundamente infelices. Del otro lado, conozco muy pocos ejemplos de personas que hayan optado consciente y valientemente por la felicidad sin haberla alcanzado. Y sé de algunos poquísimos casos en los que el mejor en su área es inmensamente feliz, pero en cada uno de ellos fue la búsqueda de la felicidad, desde el amor al oficio, la que llevó a la excelencia y no al revés.

Acepto a regañadientes (aunque lo deteste) el derecho que le otorga la ley a los padres de adoctrinar a sus hijos, de imponerle sus dioses, de marcarlos con sus demonios.

Entiendo la buena intención de quienes intentan ofrecer ventajas competitivas a los niños instruyéndolos en cuanta disciplina sea posible.

Sin embargo yo,  a mi sobrino, jamás lo inscribiré en clases de cerámica, música, origami, yoga, mecanografía, interpretación bíblica, cine, actuación, fabricación de mazapanes, taquigrafía o improvisación de décima espinela a menos (y en ese caso lo haré corriendo) que sea él quien lo pida y desee fervientemente.

Cuando lo veo jugando a apagar incendios pienso que me importa un comino que haya otros mejores que él. Yo daría cualquier cosa por que se convirtiera en un bombero feliz.

 

 

 

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Sobre mi despedida de Las2Orillas

Usted lo ha dicho, don Juan

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