Por estos días no he hecho casi nada. Nada de lo que había hecho antes. Hago mucho, pero si me preguntan digo que nada. Que estoy desocupada. Pero la verdad es que el día no me rinde para hablar, ver, dormir, estar. Ando improductiva, pierdo tiempo, y al igual que Proust (y que se me perdone el atrevimiento) podría llenar siete tomos de vacío improductivo, pobremente escritos.
Todo empezó viajando y curando el cuerpo frente a la pantalla de mi televisor buscando en Netflix. Empezó con un documental que me conmovió porque se tituló con la sana y hasta ingenua pretensión de querer cambiar el mundo. Yo me sumo a esos tontos que quieren lo imposible y entre las estructuras que me sostienen, las vaporosas utopías son las que más me alimentan. How to change the world recibió premios en los festivales más prestigiosos, también recibió el reconocimiento de mis ojos aguados, uno más simple y personal. Es del 2015 y tiene el sugestivo subtítulo: “La revolución no será organizada”. Relata la manera como en 1971 un grupo de jóvenes idealistas tomó un barco rumbo a Amchitka, lugar en donde se detonaría la bomba nuclear, y el destino final no sería nada diferente a crear luego Greenpeace. Los desvíos y variaciones en torno al sueño inicial son también parte del encanto de esta pieza. A pesar de narrar un ideal, para nada idealiza.
El director, Jerry Rothwell, presenta varias reglas para cambiar el mundo. Yo adoro la segunda: “Pon el cuerpo donde están tus palabras”. Esta máxima tiene bastante profundidad, y bueno, son ya parte de nuestro inventario de imágenes emblemáticas aquellas en las que un cuerpo detiene un tanque de guerra, se interpone entre el arpón y la ballena, y tantas otras de actos heroicos que como dice el mismo documental, plantan bombas mentales en las ya saturadas mentes de los sujetos que somos, todos inmersos en la gran cantidad de información a la que estamos expuestos. Pero en fin, como yo soy del televisor al lado de la cama, y de la mesa de noche y las velas y los libros, meto mi cuerpo en el mismo lugar de las palabras y por eso uno el ideal de cambiar el mundo al placer exquisito de leer el libro de Nunccio Ordine y que lleva el título La utilidad de lo inútil. Y de ahí me nace escribir sobre la nada como una forma de remozar las estructuras.
“Si no se comprende la utilidad de lo inútil,
la inutilidad de lo útil,
no se comprende el arte”, afirmaba Eugene Ionesco.
El autor se toma el tiempo de hacer, como otros tantos escritores, un largo elogio a lo accesorio y superfluo, a lo contemplativo y espiritual como principal capital de la humanidad para encontrar aquello que realmente nos hace humanos. En tiempos de recesión, aumento del dólar, preocupación por las finanzas y la sostenibilidad de la vida práctica, Ordine insiste en que buscar solo lo económico nos hace enfermar de mayor gravedad, y remata: “… las ausencias acaban siendo más significativas que las presencias”. Cuando todo tiene un precio, lo que se escapa de esa valoración es aún más preciado. “Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte”, afirmaba Eugene Ionesco.
En los paseos por el campo, la pereza de las vacas es encantadora, la modorra de las gallinas y el vaivén dormilón de la cola del perro espantando las moscas. La hora de la siesta es una dicha. Lento y caliente, transcurre el medio día a partir de la sombra que proyecta el sol inclemente. No se oye ni una avispa. Al medio día, en la casa, descansa la olla a presión, retoza la escoba, y por ahí, lejos, solo está el murmullo del radio. El perro sueña y toda la casa está cabeceando. Qué horas más productivas… surge un relato, se cuenta un chiste, despierta un recuerdo, o simplemente la figura de otro quieto en el sofá del frente se quedará guardada como un bello recuerdo.
Lo mismo sucede fuera del espacio íntimo. La biblioteca, la sala de exposiciones, el lugar donde sucede la escritura en necesaria soledad, todos ellos son principalmente productos de esa clase de derroche de “tiempo perdido”. En una sociedad que valora tanto la productividad, debemos conciliar como equilibristas aquello de rascarse la panza para producir los dones que nos hacen más. Solo en el reposo recobraremos la fuerza para cambiar el mundo. Esos espacios de tiempo activo, de acción donde unos ven la nada, actúan como pulmones llenos de oxígeno, del origen vital en donde se produce la vida. Yo vivo en esas catedrales y a ellas me consagro, respiro unida a esas nadas que lo son todo.
Respirar es vivir y no evadir la vida, también lo decía Ionesco