Poco a poco los noventas empezamos a percibirlos como un período casi clásico de nuestra historia reciente, una época con características propias, cargada quizás de cierta decadencia estética y mucho escepticismo. La historia nos nombra como la generación X…
Su influencia pudo impactar regiones olvidadas del tercer mundo, incluyendo Neiva, una pequeña ciudad ubicada al suroccidente de Colombia. Fue allí donde pasé mi adolescencia y primeros años de juventud. Aunque escuchaba con mucho ánimo a Nirvana y REM y aunque asumí la tendencia grunge usando los populares Converse —una copia, en realidad—, jeans anchos y camisetas manga larga —imagínense el calor— también empecé a involucrarme y a sensibilizarme por las condiciones de desigualdad del país y a hacer mis primeros amigos.
¡Qué orgullo! ¡Qué emoción!
En los noventas conocí a un grupo de jóvenes estudiantes de secundaria que se reunían todas las semanas a pensar en el país y a crear acciones para contrarrestar esas condiciones. Éramos muchos —quizás 20 o 30… ya no sé cuántos—y muy chiquitos, el que más tenía podía estar pasando por los 17 años. Nuestras charlas estaban cargadas de intuiciones, ingenuidad, optimismo, franqueza y unos infinitos deseos de aprender y querer realmente cambiar el mundo. El recuerdo que tengo de la Neiva de aquellos tiempos es el de un lugar muy caliente, politizado y sin muchas actividades por realizar. Afortunadamente estaban los amigos y algo nos inventábamos. Los noventas sirvieron también para crear una organización estudiantil que pudiera recoger y estructurar el quehacer “revolucionario” de Neiva y de otras regiones. Ahí, con los amigos, echando chistes, conmoviéndonos con los diarios del Che Guevara, leyendo e intentando entender a Marx y atravesando otras historias personales propias de la adolescencia, terminamos creando la Asociación Nacional de Estudiantes de Secundaria, la ANDES. ¡Qué orgullo! ¡Qué emoción! Sonaba muy serio, estábamos constituidos.
Para financiarla y poder asistir a encuentros y congresos, encontrábamos la complicidad de algunas mamás y sus talentos culinarios. La mamá de Supermán, uno de los integrantes más queridos, nos hacía tamales que luego vendíamos a familiares y vecinos para recoger fondos. El dinero que acumulábamos era tan poco… Pero los pasos para conseguirlo eran lo realmente divertido: encontrarse con los amigos, pelar papas, burlarnos los unos de los otros y sentarnos alrededor del fuego en un potrero justo al lado de la casa de Supermán mientras se cocían los tamales. También hacíamos fiestas en salones comunales que siempre fueron un éxito… Fue allí donde tuvimos nuestras primeras decepciones y encuentros amorosos.
Un "clásico" de la juventud neivana
Luego vendrían los viajes, los congresos estudiantiles que eran una gran posibilidad para conocer el país, otras realidades, otras geografías, otros climas, debatir con otras lógicas, encontrarse con otras culturas, otros acentos y tener novios de otras regiones. Las comunicaciones no eran tan fáciles como ahora: las llamadas telefónicas de larga distancia eran carísimas —al menos para un grupo de adolescentes pobres—, el Internet apenas empezaba a popularizarse y no existían las redes sociales. Durante esas travesías tuvimos que negociar en las carreteras con camioneros que nos negaban la vía por estar en paro, inviernos que volvían más difíciles las calzadas y otros inconvenientes, como no saber la ruta para llegar a la ciudad a la que nos dirigíamos, pagando dos y tres veces el mismo peaje.
También fueron memorables los paseos echando dedo a las Cuevas del Poira en Palermo, a media hora de Neiva. Para quienes vivimos esa historia, Las Cuevas del Poira son un verdadero clásico de la juventud estudiantil neivana de la época. Allí cocinábamos arroz mazacotudo tapado con hojas de plátano, cantábamos a Silvio Rodríguez y a Sui generis —la rockera era yo, por lo tanto no era posible oír a Nirvana ni otras bandas— bromeábamos, nos burlábamos de todo, fumábamos cigarrillo sin que nuestras familias lo supieran, nos hacíamos confesiones personales y seguíamos soñando. Soñar era un ejercicio diario… Las Cuevas del Poira un paseo casi semanal.
“Nadie sabía nada, pero entendíamos”
En 1998 llegó el gobierno de Pastrana y su intento de acuerdo de paz con las FARC en San Vicente del Caguán. En aquel momento la ANDES, el movimiento estudiantil y el movimiento social, entendieron que el pastranismo era una de las peores cosas que le podía pasar al país. Y así fue. Aquel periodo que empezó como una promesa de esperanza y reconciliación, terminó, por causa de los errores y la inmadurez política de las partes, sumado a la tradición de odio e irresponsabilidad del Estado, convirtiendo el hecho en un lugar habitado por la confusión y las traiciones.
Hasta el Caguán llegamos jóvenes de todo el país dispuestos a aportar y entender los orígenes del conflicto que vivíamos. La experiencia era inspiradora y hasta exótica: estábamos conociendo a las personas que desde las montañas y las trincheras (con todo en su contra) resistían al Estado perverso. Su popularidad y credibilidad era mínima pero no para nosotros. Durante ese proceso muchos ingresaron a las filas de las FARC y poco tiempo después los diálogos acabarían. De ese grupo de chicos y chicas, sin una previa despedida dejamos de ver a 10 amigos. Nadie sabía nada, pero entendíamos qué era lo que había pasado.
La cosa se puso peor con la llegada del uribismo que además nos enredó durante dos períodos. Los señalamientos y la estigmatización eran tan normales que podían comparase con actividades como respirar o dormir. Se exacerbaron los odios, los deseos de venganza, se intensificó el conflicto social y armado, el número de muertos, heridos, desplazados, exiliados. Todos y todas, con una historia similar, teníamos algún tipo de riesgo. Quienes quedamos en Neiva nos desintegramos, luego la mayoría salimos de allí, otros quisieron olvidar su historia en el movimiento estudiantil y no era para menos. Las presiones sociales y familiares estaban al orden del día, no solo frente a nuestro destino sino al de toda la nación. La mayoría dejamos de vernos.
Sobre la pregunta de “¿qué voy hacer con mi vida?” cada cual la resolvió como pudo: unos siendo fieles a sus sueños, otros de acuerdo con sus condicione. Otras, como yo, seguimos en el activismo pero por caminos distintos. La lucha armada nos había tocado, algunos se fueron a la guerrilla, otros no. Se habían acabado los noventas.
Luego llegó, como es normal, la lucha por la sobrevivencia, por seguir la formación profesional, construir una familia y todo aquello que pasa cuando andamos por los caminos de la vida. En ése proceso todos y todas, yo incluida, tuvimos aciertos y desaciertos: cometimos errores, engañamos, fuimos engañados, encontramos personas que consideramos un error en la vida, otras que llegaron y se fueron intempestivamente, unas más que hubiésemos deseado que permanecieran más tiempo, algunos reconocimientos, viajes, desarrollos personales…
Como un anuncio, va llegando la paz
Mientras ese grupo de ahora adultos jóvenes hacían su vida, el 4 de septiembre de 2012 el gobierno y las FARC nos sorprendieron con la noticia de iniciar unas negociaciones de paz. Era imposible no pensar en esos 10 que se habían ido y de paso, pensar en todo el dolor que ya habíamos sufrido a causa de ese largo conflicto.
Si la instalación de la mesa nos sorprendió, también lo hizo la firma de los acuerdos cuatro años después, acuerdos que lucharon las delegaciones en La Habana y quienes vivíamos en Colombia, desde nuestras organizaciones, en eventos académicos, mediáticos y en nuestros círculos. La tarea era difícil y sobre todo compleja, pues la mitad de la población estaba llena de odio, en avanzado estado de desinformación y por ende con miradas selectivas sobre quiénes habían perpetuado los hechos victimizantes del país. Para un importantísimo porcentaje de la población, el Estado había sido también una entidad víctima y no, como ocurre en realidad, un actor más, responsable de todos y cada uno de los males que padece Colombia.
Firmados los acuerdos, pasaron casi 20 años para que ese grupo de chiquillos volviera a encontrarse y para que pudiéramos saber cuál había sido la suerte de todos. De los 10 que se volvieron guerrilleros, desertaron dos, una de ellas realizó algunas acciones que muchos cuestionaron; seis murieron y dos regresaron con vida. Verlos sin duda fue una experiencia revitalizante y sanadora pero al mismo tiempo confusa. Es que seis habían muerto… Empezaron a surgir de repente las memorias que teníamos con cada uno de ellos: sus talentos, sus tonos de voz, sus novias, sus gestos, su caminado, la ropa que usaban, el barrio en el que vivían. Habían muerto de manera trágica, del modo como se mueren los chiquillos en la guerra.
Los que no volvieron y los que llegaron
Así como seis no volvieron, los sobrevivientes llegaron con otras personas, y quienes quedamos trabajando en las ciudades también estábamos acompañados; se produjo la reunión de algunos del grupo de los noventas, los sobrevivientes más quienes de un modo u otro habíamos continuado en el activismo.
No nací en las montañas de Colombia, nací en un valle fértil y cálido a orillas del río Magdalena, pero las personas que conocí tras el acuerdo de paz, si nacieron allí. Una de ellas se volvió mi amiga. Lizeth es como la metáfora de Colombia: una mujer hermosa, inteligente, amable, servicial, dedicada y olvidada por un régimen ausente. Ella se había unido a las FARC siendo muy joven buscando un poco de libertad y autonomía.
Así como los chiquillos del grupo de los noventa tomaron la vida política armada o no en razón de un ejercicio consciente, ella lo hizo más por una intuición, por ser la única opción en su vida, la única posibilidad de tomar decisiones sobre su destino.
La mujer que viene de la guerra es delicada y considerada, cuando aparece por Bogotá trae regalos para mí y mi pequeña hija, cocina para todos haciéndome recordar sensaciones que había olvidado: la de ser cuidada por alguien, la de ser de nuevo una hija. En los juegos infantiles todos terminaron armando rompecabezas y haciendo vestidos de papel con mi hija para sus muñecas. Nuestros encuentros se volvieron familiares y muy amorosos, regresaron las fiestas de cumpleaños, las fotos, las antiguas bromas, los antiguos sueños, volvimos hablar de un país con oportunidades para sus habitantes y a reflexionar sobre el perdón y el amor. Nos pusimos al día.
La incambiable esencia
Quizás el descubrimiento más grande sobre este encuentro, es que después de casi 20 años de ausencia, la guerra no pudo cambiar nuestra esencia: La Flaca (ella no estuvo en la lucha armada) sigue siendo sagaz, muy trabajadora, práctica y a veces habla más de la cuenta, trae un hermoso libro en camino; Superman es pausado, estratega, lindo, disciplinado y muy inteligente; El Flaco es un líder natural lleno de carisma; y yo sigo riéndome de cualquier cosa, hablando hasta por los codos y burlándome de todo y de mí misma.
Con la firma de los acuerdos, también llegó el congreso constitutivo del nuevo partido político de las FARC. Luego pensando, me sentí orgullosa de que los dos sobrevivientes estuvieran participando allí como delegados y la flaca y yo como periodistas cubriendo el evento. El pasado y el presente nos seguían convocando en torno al país. ¡Estuve muy feliz!
La historia de Colombia, bella y trágica, nos ha atravesado de diversas formas y superar el pasado es, sin duda, la única oportunidad para transformar el futuro que hasta ahora parece incierto. Estos 20 años que parecieran un suspiro, se llevaron muchas personas y nos trajeron otras que redimensionaron nuestra vida. Quizás la única respuesta posible es que la vida surge de la vida y el tiempo es una ilusión: no hay complejidad en eso. Ahora me siento mejor. Esta historia continúa, y esperemos que termine bien.
En memoria de Carlos Salazar, Paulo César Cristancho, Óscar Rodríguez, Óscar Sánchez, Edward Lombana y Nicolás Téllez.