Ante la sociedad, los sistemas de salud y los otros humanos debemos ser considerados iguales. Aceptamos esto y nuestras leyes lo afirman. Evidentemente no hemos sido coherentes con ese principio fundacional moderno en muchas ocasiones pues estamos rodeados de múltiples ejemplos de desigualdad. Pero por lo menos repetimos, quizás de dientes para fuera, que somos iguales. Algo hemos progresado desde tiempos y sociedades donde se aceptaba sin discusión la desigualdad humana: reyes y súbditos, iglesias y no creyentes, amos y esclavos, hombres y mujeres, etc.
Frecuentemente se fundamenta ese ideal ético de igualdad humana en la creencia que nacemos iguales. La fe (en este caso creer en lo que no se ve) en el ideal de igualdad se disparó en la historia del pensamiento tras la obra del médico y filósofo Locke en el siglo XVII. Este pensador se opuso a la teoría de las ideas y el determinismo innatos con su conocida posición que nacemos como tabula rasa, un papel en blanco sobre el cual nuestras experiencias nos “pintan” (sic) y determinan. Si todos nacemos como un tablero limpio parecería a primera vista que todos nacemos iguales.
En el siglo siguiente Rousseau daría otra vuelta de tuerca a nuestra fe en la igualdad afirmando que además nacemos buenos y la sociedad nos corrompe. De ahí a la Revolución Francesa (Libertad, Igualdad, Fraternidad) y nuestras repúblicas contemporáneas no había sino un paso. Por supuesto luego hemos dado varios saltos hacia atrás y hacia delante y la historia sigue su curso.
Quiero subrayar que la idea inicial que inspiró esta línea de pensamiento fue de aquel médico inglés. Siempre he creído que Locke no ejerció mucho la medicina, quizás solo una docena de años en sus más de setenta de vida, pero la pensó mucho. Sirva esto de ejemplo y consejo para mis colegas contemporáneos: Locke tuvo un solo paciente importante, el conde de Shaftesbury con su quiste hepático, pero meditó su oficio largamente.
El revolucionario ideal de igualdad humana tendría que enfrentarse a nuevos retos que suscitaría el progreso de los conocimientos biológicos. La teoría de la evolución de Darwin se interpretó rápida y equivocadamente como supervivencia de las especies superiores. Rápidamente apareció esa terrible tentación de la eugenesia que proponía mejorar la “raza” humana eliminando individuos débiles e inferiores. Más allá de criminales excesos racistas y fascistas (soy superior automáticamente porque pertenezco a un grupo, un haz, un fascio de hombres mejores o sanos) debemos reconocer que esas ideas aún contaminan nuestra conducta social.
No hay ni habrá “raza” humana pura.
Ni menos superior
El avance del conocimiento genético aclaró las turbias aguas de esas poderosas corrientes políticas. Primero, se aceptó que el concepto de “raza” no es científico. Por debajo de nuestras distintas apariencias humanas, el fenotipo en términos genéticos, todos estamos mezclados y somos producto de un antiquísimo mestizaje. Entonces no hay ni habrá “raza” humana pura. Ni menos superior. Lo que consideramos superior desde nuestro punto de vista es simplemente la mejor o peor adaptación a ciertas condiciones ambientales. Así la piel oscura es ventajosa en los trópicos y la piel pálida en las regiones boreales.
En la ruleta rusa de la evolución biológica ciertos genes ayudan a sobrevivir, otros no. El no nacer iguales sería apuesta prudente pues en la historia evolutiva de las especies el camino es culebrero, como cantaban Los Corraleros de Majagual, lo que es útil hoy puede ser peligroso en un futuro lejano o cercano.
Y también es culebrero el camino de la ciencia. No hay raza ni mucho menos raza superior y somos todos herederos de una evolución azarosa lo que de cierta forma podría hacernos pensar que estamos los hombres en condición de igualdad. Pero ahora hay otro factor complicando la situación: la epigenética. Nuestros genes se disparan o apagan ante distintas condiciones de vida. Cierta nutrición, cierto estilo de vida, ciertas circunstancias de estrés pueden activar o desactivar alguna información genética y este cambio podría heredarse a través de nuestras células germinales, espermatozoides y óvulos. En otras palabras, contra todo lo que se nos enseñó en el último siglo algunas características adquiridas serían heredadas a través de lo que hoy se llama epigenoma: un sistema de adaptación al ambiente para controlar ciertos genes que puede ser transmitido a nuestra progenie.
Por ejemplo, las generaciones hijas de las que vivieron la hambruna de Ucrania bajo Stalin y la de Holanda al final de la II Guerra Mundial sufren en exceso de algunas enfermedades como diabetes, síndrome metabólico y enfermedad cardiovascular. Como si los hijos del hambre heredaran el hambre y se volvieran metabólicamente avaros.
En resumen, no nacemos iguales ni genética ni epigenéticamente. No venimos al mundo como tableros en blanco, llegamos cargados de historia. Pero debemos considerarnos iguales por compromiso ético aún en contra de la biología y la cultura.