Al leer El museo de la inocencia de Orhan Pamuk recorro sus páginas y visito esea colección en palabras, en hojas de texto, ese largo poema sobre el amor y la añoranza. Estar enamorado de alguien parece que se podría comparar a coleccionar objetos que tienen el objetivode revisar el pasado en presente, como si fueran parte de una exposición curada por ese que una vez vivió y hoy se ve en la necesidad de volver a los latidos del corazón ya emitidos. Rememorar los besos podría ser uno de esos clásicos del amor y del museo del sentimiento, ya lo ha expresado Cortázar en Rayuela, y miren como aparece en la novela que cito: “Ahora besarnos no era el acto provocativo que realizábamos en nuestras primeras citas para probarnos y para expresar nuestra atracción mutua (…) A medida que nos besábamos largamente saboreando los besos, los dos nos dábamos cuenta de que en aquello intervenían tanto los recuerdos como nuestras húmedas bocas y las lenguas que se envalentonaban mutuamente”.
Los recuerdos, entrelazados, como los besos, se sobreponen y superponen para edificar la propia construcción que compone nuestra vida. Se requiere de una arqueología particular para entender lo que significan y los puentes abiertos que dejan para otras bocas, por decirlo así. Por ejemplo, el personaje de la Novela pasa los años coleccionado cosas que ella, su Füsun, ha tocado. Todos van a pararal edificio Compasión en donde él se regodea con cada uno de esos pequeños trofeos y a partir de ellos va consolidando un museo ante el cual él mismo se pregunta: “¿Acaso no es el objetivo de la novela y el museo narrar con toda sinceridad nuestros recuerdos para convertir nuestra felicidad en la de otros?”.
Miro mis recuerdos, recorro con mi memoria los cuartos que he ido decorando, los de la niña, la joven, la mujer adulta; los cajones especiales que he dedicado a que guarden mi museo personal. Reviso mis bibliotecas. Cómo han ido cambiando, extendiéndose, lo que ha perdurado y las nuevas adquisiciones. No solo me pasa a mí, hay otros como yo, les he preguntado por esos objetos que les llenan la memoria y la evocación, me han hablado de las gafas desvencijadas de una abuela, el lápiz mordido de Inés, el reloj de muestrario negro, unas fotos, cartas, la tarjeta de identidad de ese amor de la adolescencia. Concluyo, entonces que muchos también tenemos nuestro propio piso en Compasión, y se ha ido llenado con pasión.
De otro lado, algunos amigos, con un recorrido distinto, me dicen que no coleccionan nada, que la vida les cabe en una maleta pequeña, que no hay apegos, por lo menos no de ese tipo. No se aferran a lo que se extravía, a lo que tiene la condición efímera de ser y de luego perderse, de desaparecer… y llevarse consigo ese pedazo de alma del que son la llave. Su centro son ellos mismos, lo han aprendido.
En esa vieja dicotomía entre la idea y el objeto, lo sensible y lo intelegible, reside la distancia entre uno y el mundo, y en ese espacio se aloja la percepción, la interacción, la soledad y el intercambio, la interpretación. Qué vacío, lleno de materia oscura. Es esa la condición de nuestro ser, siguiendo siempre pistas como migajas de pan, envueltas en las pequeñas cosas que parecen olvidadas pero cuya presencia parece ser la columna de una vida emocional que existe entretejida en ellos.
Somos arqueólogos también de nosotros mismos y de aquellos que nos rodean. De ahí la fascinación de la casa de los otros, y hasta de los museos mismos, porque lo que pasa en lo íntimo, también pasa en lo colectivo, en esos templos ciudadanos. En el Museo de Antioquia sé que hay piedras lunares, un hacha, juegos de té, viejas monedas, y también está una de las versiones de Horizontes de Cano, piezas precolombinas y otras obras de artistas modernos y contemporáneos. Qué hay de los objetos que como sociedad hemos valorado y de la manera como nos regodeamos en ellos para buscar nuestras propias pistas. He ahí un vacío, tal vez necesario de llenarse de acuerdo con la emoción y el carácter de observador o testigo que cada uno de ellos tenga.
En fin, el tiempo y la manera de poseerlo nos asalta ante cada museo, personal o colectivo. El personaje de Pamuk confiesa que los objetos coleccionados, “más que simples signos del instante vivido, más que algo que me recordara aquel bello instante, eran también para mí una parte del momento en sí,” eran la fuerza que lo llevaba a levantarse de la mesa un poco más aliviado al final de cada cena, porque a través de ellos, al fin poseía una parte de ese amor que una vez tuvo pero que ya no.
Es cierto que nada nos llevaremos a la tumba. La muerte es la última frontera, ante ella todo museo se desvanece, pero no es para el olvido para lo que coleccionamos, sino justamente para evitarlo, para no evaporarnos ni despedirnos. Cuando nuestra conciencia se aleje de sus tesoros, la luz que los iluminaba ya se habrá extinguido, también ellos podrán descansar en paz.