El 24 de abril Oscar Murillo realizará en la galería de su representante David Zwiner una obra performance donde trece trabajadores de la empresa Colombina ilustrarán el trabajo —que ha realizado su familia durante cuatro generaciones— y que lo continúan haciendo todos los días en la fábrica de dulces. Ahora existe plan B si aparecen problemas de visa y los obreros no pueden asistir, la obra se delimitará a la máquina de producción de chocolates. Instalación que tiene el tinte de la traducción simultánea de sus recuerdos de una historia biográfica.
Cuando le preguntan al señor von Hofmannsthal si tendrá algún resultado su nuevo experimento, el encargado en manejar la proyección de la imagen y de la obra de Murillo, comenta que se encuentra en medio de un riesgo enorme al tener que programar su trabajo y mantener los precios, mientras espera que el hombre se desarrolle como artista. Todos mantienen la transcripción de “estatus” para que nadie pierda la confianza en la inversión.
Cuando pensamos en la obra de Oscar Murillo no dejamos de preguntarnos qué lugar tiene en este mercado hambriento de apostadores del mercado futuro. Su súbita aparición en el mundo del arte con sus precios exorbitantes no corresponde a la lógica de una carrera incipiente, a un trabajo cargado de impulsos, que recoge la sinceridad expresiva que no busca ser canalizada porque no le interesa intervenir con sus emociones. Así, para el mundo resulta siendo un ser humano evasivo que como no entiende, no quiere dar explicaciones a actos intuitivos. Y cada vez que lo hace resulta malherido.
Si leemos el artículo que publicó Pacho Escobar en este medio y cuyo título es Persiguiendo a Oscar Murillo en la Paila (Valle), su pueblo natal, podemos cercarnos a un ser sencillo, de costumbres básicas, hijo de trabajadores de la empresa Colombina que buscaron futuro en Inglaterra lavando baños y limpiando de tres a siete de la mañana en las oficinas de Londres. De pronto aparece este artista con una obra realmente contemporánea, que desarrolla dentro de sus límites, que utiliza lienzos donde une retazos, que dibuja con una herramienta incipiente mientras realiza los mismos círculos que repite en su anterior trabajo de limpieza, y que escribe y pinta en colores palabras que son parte de su léxico local, como el mango, el burrito.
Este abismo entre el artista y el trabajador desarrolla el conflicto y el miedo que tiene aquel que no quiere comprometerse con una realidad que sobrepasa sus medios y sus objetivos. Él es una apuesta en el mercado inescrupuloso, es un invento de la modalidad del coleccionista que no compra sino que invierte. Y resulta terrible y lógico cuando los críticos norteamericanos y londinenses tachan su trabajo de “insípido” o “carente”.