Las mujeres del Esmad ponen, literalmente, el cuerpo todos los días para cumplir con su deber. En su profesión deben enfrentar duros retos, controlar multitudes y hasta ser las embajadoras de una institución que a veces es polémica. Ellas salen a las calles con coraje y disciplina, además de hacer un trabajo comunitario invaluable.
La patrullera Pico no se siente bien esta mañana, tiene náuseas: “Es que estoy embarazada. Entonces, si me quedo mucho tiempo de pie, se me baja el azúcar, me da mareo”. Tiene ojeras, se ve un poco pálida. Hasta ahora tiene dos meses de embarazo. Está sentada en uno de los comedores de la base mientras sus compañeros forman en el salón de al lado.
Todas tienen overoles negros, entallados, con una cremallera que va desde la entrepierna hasta el cuello. No hay expresión alguna en sus rostros. Están a discreción: manos atrás, piernas abiertas. Se organizan por secciones o grupos de trabajo, formando cuadrados perfectos de seis por seis personas, cada uno separado por una baldosa. Son las siete de la mañana y están recibiendo las órdenes del día. Deben prepararse: hay paro nacional.
Uno de los cuadrados está enteramente conformado por mujeres: son la sección femenina del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad). Todas con peinado perfecto, recogido por una malla negra y un listón grande del mismo color que parece un corbatín. Cada una tiene sus ojos delineados, cejas definidas, labial que no destaca mucho y uñas pintadas de rosa pastel. Siempre están perfectamente arregladas, aun en medio de una protesta o cuando deben llegar a la base a las tres de la mañana. Se ven delicadas, pero pueden ser feroces.
Diana Pico no puede formar con sus compañeras. No saldrá con ellas. Trabajará en la base haciendo labores de oficina hasta que nazca su bebé. Luego de la licencia de maternidad se pondrá la armadura y entrará a las filas otra vez.
Lleva nueve años en el Esmad. Tenía 19 cuando se apuntó como voluntaria. Creció en Oiba, Santander, y es la mayor de tres hermanos. Cuando estaba terminando su curso de ingreso a la Policía, fueron los reclutadores del Esmad a dar una charla en la escuela y dijeron que aceptaban mujeres, pues desde 2011 se creó la sección femenina. Ese día preguntaron quién quería anotarse y Diana fue la primera en hacer la fila. Siempre le ha gustado la adrenalina.
—No, pequeñitas no —le dijo un instructor refiriéndose a su estatura.
—La tierrita no dio para más —respondió Diana, mirándolo hacia arriba.
En ese entonces existía el requisito de medir mínimo 1,70 metros, pero Diana mide 10 centímetros menos. Sin embargo, ella cuenta que “a lo último dijeron: ‘Tenemos que dejarlas hacer el curso, porque, si no, es discriminación’”.
Tuvo que irse a El Espinal con sus compañeras para hacer el entrenamiento. En las mañanas tenían que trotar, hacer flexiones de pecho, abdominales y trote de milla, pues todas las mujeres que entran al Esmad, al igual que los hombres, deben tener un buen estado físico para poder afrontar los desafíos de su profesión y soportar doce horas de pie. Por eso, a pleno rayo de sol, debía hacer fila con sus compañeras, una al lado de la otra, en una temperatura que rondaba los 30 °C. Cada una cargaba todos los implementos que debería llevar en cualquier procedimiento: el protector corporal o armadura —que pesa entre 10 y 15 kilos—, chaleco antibalas, un canguro con gas lacrimógeno, granadas de aturdimiento y esferas de pimienta y de pintura, una marcadora —que es una especie de pistola de paintball—, el escudo y el bolillo. En el entrenamiento las rociaban con gas lacrimógeno mientras se quedaban inmóviles en una fila, las hacían correr para atravesar el humo y utilizar sus escudos para protegerse mientras les tiraban piedras o para resistir un chorro de agua que les lanzaban desde una tanqueta.
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Son las once de la mañana. En la calle suenan pitos y vuvuzelas. Agremiaciones, sindicatos, estudiantes y grupos indígenas y de afrocolombianos están en distintos puntos de la ciudad apoyando el paro. “Viva la minga”, se lee en una tela blanca con letras rojas que atraviesa la carrera séptima. Van a la plaza de Bolívar.
Hay policías con chaquetas de color verde neón y con escudos. Varias secciones del Esmad están alrededor de la Universidad Nacional con una tanqueta y un helicóptero sobrevuela la zona. Dentro se ve el humo blanco. ¡Bum!, vibra el suelo. Son las granadas RP de los antimotines, que están repletas de gas y esferas de caucho. Las utilizan como método no letal para disolver las protestas cuando se tornan violentas. Detrás de las puertas de la Nacional los estudiantes les tiran piedras con resorteras artesanales. Tienen la cara cubierta con telas amarradas en la cabeza. Lo único que se ven son sus ojos.
“¡No corran, no les den la espalda!”, gritan estudiantes dentro de la universidad, luego de recibir en su lado de la trinchera una granada de gas lacrimógeno. Un encapuchado vestido de negro de pies a cabeza la coge y la lanza al otro lado de la barrera. Todos chiflan y gritan, están celebrando. “Estos son primíparos”, dice el patrullero Bello. Él y su escuadra se han enfrentado a otros más arriesgados, que salen a encararlos con artefactos más elaborados, como papas bomba o molotovs.
La sección femenina se quedó disponible en la base, como relevo o refuerzo para sus compañeros. Por cada grupo de 30 hombres envían 5 mujeres. A pesar de cumplir las mismas funciones que ellos, no es frecuente que las lleven a los lugares de mayor riesgo. Sin embargo, cuando tienen que salir al campo, responden con la misma fuerza que los hombres. Diana recuerda que, cuando fue a Santander de Quilichao, tuvo que estar parada en la carretera casi doce horas. Cuando empezaron a quemar carros en la vía, enviaron a toda la sección femenina al estadio para que se quedaran allí. Cuenta también que en el paro cafetero de 2013 tuvo que ir al Huila.
Ella era speed —la encargada de las municiones—. Iba subiendo una montaña con una caneca metálica al hombro, en la cual llevaba las granadas de gas. Cuando llegó a la cima, su grupo hizo una parada para almorzar. Mientras comían, les gritaron que era posible que atentaran contra ellas con una bomba, por lo que tuvieron que dejar las cajas de icopor botadas con la comida y salir corriendo.
Pero su trabajo no solo consiste en controlar protestas, sino también en hacer presencia para prevenir desmanes cuando hay multitudes. Por eso, cuando hay clásicos en El Campín, las envían para controlar la entrada y salida de los hinchas. Están listas con sus escudos por si hay disturbios. Otras veces se ven llegando por la carrera Séptima, en medio del humo, a la plaza de Bolívar, golpeando sus escudos con el bolillo al compás de cada paso. Todo el mundo retrocede cuando las ve llegar. Al ponerse la armadura, no se es posible distinguir entre hombres y mujeres, pero en terreno, los escenarios son diferentes para ellas. Cuando la situación que están atendiendo se pone muy violenta, sus superiores las alejan. Tampoco las envían a erradicación de cultivos, como a los hombres, porque son condiciones extremas de higiene, alimentación y seguridad: “Imagínate una, dos o tres mujeres para irse a bañar a un río con 40 hombres o tener que ir a orinar al monte”, explica Diana.
Cuando se quedan en la base, se reparten tareas con los compañeros que también están en el cuartel. Todos se dividen el aseo. Mientras los hombres arreglan el dormitorio y el baño masculino, ellas hacen lo mismo con el femenino. A la entrada de la habitación ponen los escudos, en una especie de armazón negro de metal. Todo el cuarto está lleno de camarotes, cada uno tiene el mismo cubrelecho azul rey. A los pies se cuelgan las toallas, todas son azul cielo. Tienen el escudo del Esmad y el nombre de la dueña bordado en violeta claro.
A Yurany, una de las integrantes de este grupo de la Policía, le gustan los leones porque son imponentes. Hay uno acostado en la cama que le conrresponde en el dormitorio, tiene la melena esponjada y una sonrisa amigable. Su boca es un arco cosido en hilo negro. Es el compañero de un mapache felpudo que está sentado en el camarote de al lado. “Había un tiempo en que eran más peluches que personas en el dormitorio. Tocó decir que de a un peluche por cama”, cuenta la patrullera Paola Rodríguez, mientras acomoda su armadura en una maleta enorme y la mete debajo de la cama.
Cuando Yurany sale a la calle, le gusta verse imponente. Tiene una mirada que penetra. Para ella, ser fuerte significa no mostrar el miedo. Su cara y la de sus compañeras se transforma cuando se ponen la armadura. No revelan emociones, están blindadas. Todas deben verse igual, caminar igual, casi que hablar igual. “La autoridad te exige más seriedad, no mostrar alegría todo el tiempo. No respetarían a la autoridad si la ven sonriendo”, dice Sandra, compañera de camarote de Yurany.
Sin embargo, cuando se quitan el caparazón, vuelven a ser ellas: Yurany sin armadura es tímida y tiene una voz suave, casi maternal. Es afelpada como su león. Le gusta ponerse lentes de contacto verdes, usa candongas pequeñas color plata y lleva las uñas largas en tonos pastel con flores diminutas. Va en séptimo semestre de Psicología en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (UNAD).
Cuando se gradúe planea dejar el Esmad para trabajar en algo relacionado con su carrera, aunque dice que aplica sus conocimientos en las actividades comunitarias: cada mes una sección va a visitar un hogar de adultos mayores, un colegio, un orfanato o algún hospital de pocos recursos. Se ponen la armadura, pero en lugar de casco utilizan antifaces, se pegan en el pecho stickers con el escudo de Batman y se cuelgan una capa negra detrás. Les cantan “la lechuza, la lechuza, hace shh...”, para que los niños hagan silencio. Allí surge el instinto maternal de cada una, a pesar de que pocas tengan bebés, pues es un requisito, al menos al momento de ingresar al ESMAD, que estén solteras y que no tengan hijos.
En el dormitorio, sin cascos ni trajes pesados, dejan de lado la seriedad y el protocolo. Cuando hablan de sus hijos se les dibuja una sonrisa en el rostro. La patrullera Paola Rodríguez tiene una foto de su bebé en un llavero que le cuelga del cinturón. Se llama Mateo. “Hoy está cumpliendo nueve mesecitos”, les dice a sus compañeras. Al bebé lo cuida una vecina, mientras ella trabaja. “A mí me da duro todavía, pero, si uno se pone a llorar, no les da valor a ellos”, dice.
Paola se encarga de lanzar los lacrimógenos en las protestas. Después de estar todo el día en una especie de trinchera, recibiendo piedras y lanzando granadas, se quita el casco y el protector, y vuelve a ser mamá. Cuando llega a la casa, le da un baño a Mateo, le pone la pijama y espera a que se duerma. Después se prepara una avena, lava la ropa, alista lo del día siguiente y se va a dormir. En la mañana prepara el coche, mete a Mateo con muchas cobijas y lo deja donde su vecina, hasta que sean de nuevo las siete de la noche para recogerlo.
La patrullera Diana Pico, que va a ser madre, dice que, cuando le dan náuseas por su embarazo, siente emoción. Cuenta que está ansiosa por ver bien a su bebé, porque hace 15 días fue su última ecografía y hasta ahora es “como un frijolito”. Cada vez que ve niños pequeños se imagina cómo será el suyo.
Ahora ellas trabajan en un oficio que al comienzo era exclusivamente masculino. Muchas se inscribieron como un reto personal, querían ver si lograban hacer lo mismo que los hombres. “Si uno no quiere esto, se va. Usted deja de compartir tiempo con su familia. Es amor a la especialidad”, explica Diana. El Esmad es un trabajo como cualquier otro, solo que más arriesgado y polémico. Las piedras que les caen encima no son únicamente las que lanzan los que protestan, sino también las de la opinión pública cuando circulan videos donde se exceden en el uso de la fuerza.
Por eso también se creó la sección femenina en 2010, con el objetivo de mejorar la imagen negativa que tenía el grupo. “Nosotras somos menos impulsivas, somos más calculadoras”, dice Diana Pico. Cuenta que, cuando tienen un servicio, antes de llegar como un grupo de choque, intentan emplear primero el diálogo. Es lo que aprendieron en sus capacitaciones sobre uso de la fuerza. También reciben charlas sobre derechos humanos, derecho internacional, armas y municiones no letales, defensa personal, atención al público, prevención de desastres y primeros auxilios.
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Camino al estadio El Campín, suena en el bus Colombia Estéreo, la emisora del Ejército. Una patrullera va sentada en las escaleras que dan a la puerta. Antes de arrancar, se persigna dos veces y coge su celular. “Hola, mi amor. ¿Tienes sueñito?”, le pregunta a un bebé que aparece por videollamada. Tiene el cabello rizado, ojos grandes y piernas y brazos regordetes. Está acostado boca arriba, mientras una señora mayor —posiblemente su abuela— le cambia el pañal. Otra compañera también habla por su celular con su mamá, le dice que no puede pasar por la casa a visitarla, que va mañana, porque ya salió a servicio.
Al estar en el ESMAD, a veces hay que ser mamá, hija, novia o esposa a distancia. Es un trabajo que consume mucho tiempo. “Imagínate ver a tu familia cada tres meses. Para uno como mujer, que es la cabeza del hogar, es muy difícil”, dice la patrullera Sandra González. Ella es la enfermera de la sección. Estudió técnico en auxiliar de enfermería y laboratorio clínico antes de entrar a la Policía. No carga una marcadora, lleva un morral color verde militar con el botiquín de primeros auxilios. En su canguro tampoco lleva granadas, sino maquillaje: pestañina, brillo labial, espejo, aerosol para tener buen aliento y audífonos. Todas llevan maquillaje en la maleta. “Así esté uno acá metido, uno sigue siendo mujer, uno nunca deja su feminidad”, dice Sandra.
Verse bonita no es sinónimo de debilidad. Cuando la capitán Naslie Castillo, la comandante de la sección femenina, pasa por los pasillos de la base, todos —hombres y mujeres— se paran firmes, bajan la mirada, se ponen la mano en la sien y saludan: “Mi capitán, buenos días”, le dicen. Naslie cuenta que a veces es difícil darle órdenes a un hombre, pero, como en la Policía todo se maneja por jerarquía, entonces siempre las terminan acatando.
Las mujeres en el Esmad tienen poder. Son capaces de enfrentar multitudes, pero, cuando se quitan su uniforme, son madres y deben cambiar pañales. Este es un trabajo en el que las mujeres se han abierto un lugar demostrando que tienen el coraje y la tenacidad que se requieren, mezclados con una sana dosis de calma y mesura. Todos los días tienen horario fijo de entrada, pero no de salida. Llegan todas las mañanas a las siete, se ponen ese traje negro, acorazado, y, antes de abrocharse el casco, se aplican un poco de brillo en los labios. Cogen escudo, bolillo y municiones: están listas de nuevo para salir a la convulsionada Bogotá.
*Natalia Rivero Gómez, retomado de la revista Directo Bogotá, con el título original: 'Mujeres con armadura'. Fotos de Michael Steven Bolaños. Creative Commons.